07 enero, 2009

¡TIERRA,TIERRA!, Sándor Márai, p.319. E.Salamandra

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Acaba  de publicar Salamandra Diarios (1984-1989) de Sándor Márai. Como en sus escritos autobiográficos aparecidos con anterioridad, Confesiones de un burgués y ¡Tierra, Tierra!, son otra muestra de lucidez, sensibilidad, escepticismo doloroso y buena literatura. En ellos el gran  escritor húngaro refleja aspectos de su biografía sobre el fondo de la reciente historia europea.


                                                La Revolución inglesa del siglo XVII.


"Una revolución puede ser fuente de justicia, de derecho, de legislación. Y no sólo de constituciones escritas en pergamino y ratificadas con un sello. Las revoluciones clásicas de la Edad Moderna -la inglesa del siglo XVII (que se saldó, según las cuentas oficiales, con la cabeza de un rey, pero que en realidad hizo derramar mucha sangre humana), la francesa y la americana en el siglo XVIII, las luchas que se produjeron en Europa por la independencia y la liberación alrededor de 1848 y la revolución rusa de principios del XX- dieron prueba de que las revoluciones son una fuente de legislación.
A finales de la Primera Guerra Mundial, el pueblo ruso acabó con el zarismo a través de una revolución, y los comunistas ligaron a esa revolución popular la fuerza elemental de la conquista del poder de una manera arbitraria, violenta e insidiosa: se apropiaron de una rebelión que el pueblo ruso no había llevado a cabo en interés de los comunistas, puesto que el pueblo no sabía lo que era el comunismo; ni tan siquiera la mayoría de los revolucionarios tenía idea de qué era aquello. Es cierto que lo que antes había sido insoportable para la convivencia humana -las injusticias sociales- cambió efectivamente con esas revoluciones. Lo que quedaba del pasado se mezclaba de forma orgánica con lo nuevo, con la exigencia de las revoluciones. Sin embargo, toda rebelión -incluso si tiene un contenido espiritual y moral- es siempre e inevitablemente sangrienta, cruel e injusta. No sólo se desangran en las barricadas los enemigos señalados por la revolución, sino muchas veces también la misma idea revolucionaria. Felices son los pueblos que se han desarrollado socialmente sin necesidad de revoluciones. Son felices los escandinavos, los holandeses...La idílica lista se acaba pronto. Y como una revolución no sólo es sangrienta, sino que también acostumbra a ser corrupta, ladrona y mezquina (la revolución húngara de 1956 es la excepción que brilla con luz propia en la historia de las revoluciones, puesto que hay muy pocos ejemplos más de tal limpieza moral), la gente suele defenderse de tales acontecimientos en la medida de lo posible.
En 1945, en Hungría no existía la menor ambición revolucionaria. Nadie puede lamentar que la revolución no se llevara a cabo en ese momento. Las barricadas sólo aparecieron en las calles diez años después, cuando el pueblo húngaro se rebeló contra el sistema comunista. De 1946 a 1956, durante algunas etapas, en Hungría -y en los países vecinos que compartían un destino similar- la situación social llegó a parecerse al sistema interno del antiguo imperio inca. Como si en el mundo todo se volviera a repetir: las tribus sospechosas, de poca confianza, fueron desplazadas por los soberanos de los incas (de la misma forma que los comunistas desplazaron a gran cantidad de intelectuales durante la época de los confinamientos) a lugares alejados. Las normas de trabajo y las cuotas de producción se fijaban con severidad, y se tenían que cumplir para obtener cierta cantidad de alimentos, ropa y herramientas. Las tierras eran, en su totalidad, propiedad del Estado; la gente sólo trabajaba un tercio del año en beneficio propio y de su familia, y el resto del tiempo lo hacía contratada por el Estado y sus organismos superiores, los sacerdotes y los monarcas. Sólo estaba permitido comer con la puerta abierta, y todo el mundo recibía los mismos alimentos, o sea, una comida estándar. Como en la Esparta de Licurgo, como en las cooperativas de Mao. Funcionarios del Estado distribuían entre el pueblo los productos de los alfareros, los tejedores, los herreros y los carpinteros. No existía el derecho de libre circulación: si alguien quería trasladarse al pueblo de al lado, necesitaba un permiso oficial. Todo eso tan inquietante caracterizó la década en que los comunistas acometiron la tarea de quebrantar la esencia social y espiritual del país.
En 1945, en Hungría nadie deseaba una revolución, y ni siquiera la propia Unión Soviética hubiese permitido que un movimiento revolucionario acabara con lo que quedaba de un pasado obsoleto. A Stalin no le gustaban los revolucionarios. No por nada ordenó que ejecutaran a los románticos partisanos españoles y a aquellos de sus propios colaboradores que -como Trotski y muchos otros- creían en la energía catártica de la revolución. Stalin prefería a los funcionarios y empleados dóciles, a los hombres robot sordomudos: todos los demás eran sospechosos para él. En 1945, a los mandos militares rusos tampoco les interesaba que se produjera una revolución social en Hungría: éstos -obedeciendo ancestrales principios orientales- no solían proveerse de los suministros necesarios para llevar adelante una guerra y a continuación asegurar la ocupación de un país -con alimentos, petróleo o ganado-, sino que se abastecían de todo en los países ocupados, confiscando lo necesario de manera cruel, astuta y minuciosa; por eso tales mandos no tenían ningún interés en que los bienes que quedaban en Hungría después de la retirada de los alemanes y los cruces flechadas desaparecieran en el caos de una revolución.[-] 
¡Tierra, Tierra!, Salamandra.
[Y Márai sigue explicando de forma sosegada pero amarga la realidad que tocó a los pueblos que tras el Tratado de Yalta, cayeron del lado ruso y perdieron para siempre, de momento hasta 1989, la libertad.]

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