07 noviembre, 2019

Czeslaw Milosz "Orfeo y Eurídice"





El poeta polaco Czeslaw Milosz (1911-2004) escribió "Orfeo y Eurídice"  el año en que murió su esposa, tomando  algunos elementos del relato de Ovidio sin olvidar la niebla.                    
                                
                                   Cy Twonbly

Adam Zagajewski en "Una leve exageración", Acantilado 2019, escribe sobre la poesía última de Czeslaw Milosz :   
"Los detractores de Milosz -no son pocos en este país tan propenso a las polémicas y a menudo tan mezquino; y además su encumbrada posición y su fama lo convierten en el blanco ideal del odio a la grandeza, tan típico de las democracias- sostienen que en los últimos años de vida perdió fuerza poética. Sin embargo basta con leer unos versos del poema "Orfeo y Eurídice" para ver claramente lo falaz de esas criticas..."  
Se  puede comprobar la acertada   valoración  de Zagajewski  de que Czeslaw Milosz mantuvo intacta su fuerza poética hasta el final  leyendo el poema que cita,  escrito con más de noventa años y a dos años de la muerte.  
                     

Orfeo y Eurídice 


Esperando en la acera a la entrada del Hades
Orfeo se encorvaba por aquel fuerte viento
que tiraba de su abrigo, arremolinaba la niebla,
se agitaba en las hojas de los árboles. Las luces de los coches
desparecían cada vez que entraban en la niebla. 

Se detuvo ante la puerta acristalada, inseguro
de si le bastarían las fuerzas en esta última prueba.

Recordaba sus palabras: "Eres un buen hombre".
No acababa de creérselo. Los poetas líricos,
lo sabía, suelen ser de corazón frío.
Es casi una condición. La perfección del arte
se consigue a cambio de esta deformidad.

Sólo el amor de ella le daba calor, lo humanizaba.
Cuando estaba con ella, pensaba diferente de sí mismo.
No podía decepcionarla ahora que ella había muerto.

Empujó la puerta. Pasó por un laberinto de pasillos, de ascensores.
La luz lívida no era ninguna luz sino el ocaso terrestre.
Unos perros electrónicos pasaban a su lado sin rumor.
Bajaba un piso tras otro, cien, trescientos, hacia abajo.
Tenía frío. Era consciente de que se encontraba en Ninguna parte.
Bajó miles de siglos congelados,
en un crematorio de generaciones reducidas a polvo, 
un reino que parecía no tener fondo ni límite.

Lo rodeaban caras de sombras que se agolpaban.
Reconoció algunas. Notó el ritmo de su sangre.
Notó con fuerza su vida junto con la culpa
y tuvo miedo de encontrarse a los que infligió un mal.
Pero éstos habían perdido la capacidad de recordar.
Miraban como hacia un lado indiferentes.

En su defensa tenía la lira de nueve cuerdas.
Guardaba allí la música de la tierra, en contra del abismo
que cubría de silencio cualquier sonido.
La música se servía de él. Y él no oponía resistencia.
Se entregaba a los cantos dictados, en éxtasis.
Como su lira, él sólo era un instrumento.

Hasta que bajó al palacio de los soberanos de aquel país.
Perséfone, en su jardín de agostados perales y manzanos,
negro por las horcaduras desnudas y las rampas rugosas, 
en su trono de fúnebre  amatista, le escuchaba.

Entonó cantos sobre la luz de las mañanas, los ríos entre el verdor.
Sobre las aguas humeantes al alba rosada.
Sobre los colores: el cinabrio, el carmín,
el tostado siena, el azul,
sobre el placer de nadar en el mar junto a rocas marmóreas.
Sobre los banquetes en terrazas de puertos bulliciosos.
Sobre el sabor del vino, la sal, el aceite, la mostaza, las almendras.
Sobre el vuelo de la golondrina, el halcón, el noble vuelo
de una bandada de pelícanos en la bahía.
Sobre la fragancia de una brazada de lilas en una lluvia estival.
Sobre las palabras, que siempre compuso en contra de la muerte,
y que nunca celebró la nada con sus rimas.

No sé, dijo la diosa, si la amaste,
pero has llegado hasta aquí para salvarla.
Te será devuelta. Pero con una condición.
No podrás hablar con ella. Y en el camino de vuelta
no podrás volver la cabeza para comprobar si te sigue.
Y Hermes trajo a Eurídice.
Aquella no era su cara, gris por completo,
los párpados caídos y, debajo, la sombra de las pestañas. 
Avanzaba con rigidez, dirigida por la mano
de su guía. Deseaba tanto haber podido pronunciar
su nombre, despertarla de su sueño.
Pero se contuvo, al recordar la condición.

Partieron. Primero él, y detrás, espaciados,
el repiqueteo de las sandalias del dios y el ligero tabaleo
de los pies de ella trabados por su vestido como un sudario.
La abrupta senda hacia arriba fosforecía
en la oscuridad que era como las paredes de un túnel.
Se paraba y escuchaba. Pero entonces, ellos
también se detenían, desaparecía el eco.
Cuando reprendía el camino, de nuevo había el doble golpeteo.
Ora le parecía más cerca, ora más lejos.
En su fe creció la duda
que lo rodeaba como una fría enredadera.
Sin saber llorar, lloró la pérdida
de las esperanzas humanas en la resurrección de los muertos,
porque era como cualquier mortal, 
su lira había enmudecido y soñaba indefenso.
Sabía que debía creer pero no conseguía creer.
Y la ilusión incierta de los propios pasos,
contados en ese letargo, había de durar mucho tiempo.

Estaba amaneciendo. Aparecían perfiles de rocas
por el luminoso ojo de la salida de los subterráneos.
Y ocurrió como había presentido. Cuando volvió la cabeza,
detrás de él no había nadie en la senda.

Sol. Y el cielo, y en el cielo , las nubes.
entonces sí que todo gritó en él:¡Eurídice!
¡Cómo viviré sin ti, consuelo mío!
Pero había una fragancia de hierbas, el grave zumbido de las abejas.
Y se durmió, con la mejilla en la cálida tierra.

                                                                                                     Agosto-septiembre de 2002



Czeslaw Milosz,Tierra inalcanzable, Galaxia Gutenberg,2011

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