29 marzo, 2020

John CHEEVER:"La geometría del amor"





"Contar mentiras es una especie de juego de manos que muestra nuestros sentimientos más profundos acerca de la vida." J.Cheever, "The  Paris Review", 1969
                                                                                                         
John Cheever  envió ( en ¿1964-65?)  "La geometría del amor"  a The New Yorker    pero el  editor  de la revista,  William Maxwell,  le visitó el  sábado siguiente   para decirle que la historia era un fracaso.Sin embargo el lunes The Saturday Evening Post había comprado  el cuento por tres mil  dolares, entre alabanzas, cuenta Cheever. 
La  situación trae a la memoria  el dialogo que mantiene Scott Fitzgerald con Hemingway en "París era una fiesta" según el cual un cuento bueno para el Post sería menos exigente y hasta manipulable para obtener un éxito seguro. Aunque   pueda no ser el caso  "La Geometría del amor", que se suele encontrar entre los cuentos más citados  de Cheever, tras ser rechazado por The New Yorker acabó en el Post. ¿Es uno de los buenos cuentos de Cheever y Maxwell   escritor de talento  y amigo estuvo equivocado? lo debe decidir el lector, cada vez.
Rodrigo Fresán encargado de la selección de cuentos  de  esta edición de "emecé" y de sus brillantes prólogo y notas, escribe  :
"La geometría del amor" -escrito durante una de las peores crisis alcohólicas de John Cheever- funciona como un dolorosos mensaje apenas subliminal a su mujer, Mary Winternitz, a la vez que destaca entre los relatos fantásticos del autor [...] con su propuesta aparentemente absurda de aplicar las ventajas de la geometría euclidiana a las intermitencias proustianas del corazón."
                                            

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LA GEOMETRÍA DEL AMOR



Era el final de una de esas tardes lluviosas, cuando la sección de juguetería de Wollworth, en la Quinta Avenida, está colmada de mujeres de quienes uno sospecha que fueron sorprendidas cometiendo adulterio y que ahora van a comprar un regalo para llevar el hijo menor. Esa tarde estaban allí ocho o diez de esas mujeres -vivaces, fragantes y bien vestidas-, con aire dolorido de mujeres de las que antes abusó un rufián en el cuarto de un  hotel,y que ahora vuelven a casa y al afecto de su tierno hijo. Charlie Mallory, que salía de la sección de ferretería, donde había comprado un destornillador, fue quien llegó a esta conclusión. No estaba pensando en términos morales; concibió esa fórmula general sobretodo para conferir un poco de sentido y de color a la lasitud de una tarde lluviosa. En su oficina el día pasaba lentamente. Después del almuerzo se había dedicado a reparar un archivador. De ahí el destornillador. Después de formular su conjetura, examinó con más atención los rostros de las mujeres y le pareció que hasta cierto punto confirmaba su fantasía.¿Qué si no los regodeos y las angustias  del adulterio podían originar en ellas  una expresión tan espiritual y llorosa? ¿Por qué suspiraban tan hondo mientras manipulaban los juegos de la inocencia? Una de las mujeres llevaba un abrigo parecido a uno que le había comprado a su esposa Mathilda en Navidad.Prestó más atención, y vio que no sólo era el abrigo de Mathilda, sino la propia Mathilda.
--Caramba, Mathilda- exclamó-, ¿qué estás haciendo aquí? 
Ella alzó la cabeza, apartándola del pato de madera que había estado examinando. Muy lentamente, la expresión de pesar en su rostro se convirtió en cólera y desprecio.
-Detesto que me espíes -dijo. Habló con voz fuerte, y las restantes compradoras alzaron los ojos, preparadas para todo.
Mallory se sintió desconcertado.
-Pero, querida, no espío -dijo-.Sólo...
-No concibo nada más despreciable -dijo ella- que seguir a la gente en la calle.-Su expresión y su voz eran teatrales, y el público estaba atento y aumentaba rápidamente con clientes que venían de las secciones de ferretería y muebles de jardín-. Perseguir a una mujer inocente por la calle es lo más bajo, nauseabundo y vil.
-Pero querida, solamente pasaba por aquí.
La risa de Mathilda fue descarnada.
-¿Sencillamente estabas visitando las jugueterías de Wollworth? ¿Pretendes que crea eso?
-Estaba en la ferretería -dijo él-, pero en realidad no importa ¿Por qué no vamos  a tomar algo y volvemos temprano a casa?
-No quiero beber ni ir con un espía -dijo ella-. Ahora me voy de esta tienda, y si me sigues o me molestas, haré que la policía te arreste y te meta en la cárcel.- Recogió y pagó el pato de madera y con gesto majestuoso subió la escalera. Mallory esperó unos minutos y después volvió a su oficina.


Mallory era un ingeniero independiente, y esa tarde su oficina estaba vacía...,su secretaria había viajado a Cambridge. El servicio de atención telefónica no había recibido mensajes para él. No había correspondencia. Estaba solo. Se sentía no tanto desgraciado como aturdido. No era que hubiera perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría. ¿Cómo podía aplicar la razón a la farsa del encuentro en Wollworth, y al mismo tiempo cómo podía soportar la sinrazón? Ya antes había apelado al sentido del olvido, pero no podía olvidar la voz aguda de Mathilda y el extraño escenario de la juguetería. Los malentendidos teatrales con Mathilda eran usuales, y él solía enfrentarlos con buena voluntad, y trataba de descifrar la cadena de contingencias que había desencadenado la escena. Esa tarde se sentía desorientado. El encuentro aparentemente resistía el diagnóstico. ¿Qué podía hacer? ¿Consultar a un psiquiatra, un consejero matrimonial, un sacerdote? ¿Debía arrojarse por la ventana? con esa idea en la mente se acercó ala ventana.
   
   Aún estaba nublado y llovía, pero todavía no había oscurecido. El tránsito se desplazaba con lentitud. Miró hacia abajo y vio pasar una furgoneta, después un descapotable, un camión de mudanzas y un camioncito que decía TINTORERÍA EUCLIDES. El famoso nombre le recordó el triángulo rectángulo, los principios del análisis geométrico y la doctrina de la proporción de los conmensurables e inconmensurables. Lo que necesitaba era una forma nueva de raciocinio, y Euclides podía servir. Si practicaba el análisis geométrico de sus problemas ¿no lograría resolverlos, o por lo menos crear una atmósfera propicia para la solución? Tomó una regla de cálculo y consideró el sencillo problema de que si dos lados de un triángulo son iguales, los ángulos opuestos a dichos lados  son iguales y el teorema inverso de que si dos ángulos de un triángulo son iguales , los lados opuestos de los mismos serán iguales. Trazó una línea que representaba a Mathilda y los datos importantes acerca de ella. La base del triángulo representaría a sus dos hijos, Randy y Priscilla. Naturalmente, él mismo sería el tercer lado. El factor más grave de la línea de Mathilda -el factor que amenazaba diferenciar su ángulo de los ángulos de Randy y Priscilla- era el hecho de que últimamente ella había tenido un amante ficticio.
   Era una impostura usual en las esposas del parque Ramsen, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana Mathilda se vestía con sus mejores prendas, se ponía un poco de perfume francés y usaba el abrigo de piel, y después hacia el final de la mañana, tomaba un tren que llevaba  a la ciudad. A veces almorzaba con una amiga, pero era más frecuente que comiera sola en uno de esos restaurantes franceses de la calle Sesenta visitado por mujeres solas. Habitualmente bebía un cóctel o pedía media botella de vino. Quería aparecer corrompida y misteriosa -víctima del cruel enigma de amor- pero si un extraño la hubiera mirado fijamente la habría acometido un paroxismo de timidez, y con un sentimiento parecido al pánico habría recordado su hermoso hogar, sus hijos de expresión sincera y las begonias del jardín. Por la tarde, asistía a una función teatral o veía una película extranjera.Prefería los temas intensos que agotaban sus sentimientos -o como ella decía, que la dejaban "vacía"-. Durante el viaje de regreso, en uno de los últimos trenes, se la veía serena y triste. A menudo lloraba mientras preparaba la cena, y si Mallory preguntaba qué le ocurría ella se limitaba a suspirar. Él tuvo un momento de sospecha, pero una tarde la vio mientras caminaba por la avenida Madison, y ataviada con su abrigo de piel estaba comiendo un sándwich apoyada en un mostrador; entonces llegó a la conclusión de que las pupilas de los ojos de Mathilda estaban dilatadas, no por el enamoramiento, sino por la oscuridad del cine. Era una impostura inofensiva y usual, y forzando un poco la compasión incluso podía considerársela útil.
   Así, la línea de estos elementos formaban un ángulo con la línea que representaba a sus hijos, y aquí el hecho particular es que él los amaba. ¡Los amaba!Cualquiera que fuese la magnitud de la ignominia o el veneno, perderlos era inconcebible. Mientras pensaba en ellos, le parecía que eran el adorno de su propia alma, su dintel y su cumbrera.
   Sabía que la línea que a él mismo lo representaba era la que podía sufrir más graves errores de cálculo. Se consideraba sincero, sano y sabio (¿acaso otra persona podía recordar tanto como él a Euclides?), pero en cuanto despertó por la mañana, sintiéndose útil e inocente fue suficiente que hablase con Mathilda para que su intimidad y su inocencia se vieran conmovidas. ¿Por qué sus ingenuos compromisos con la vida parecían conmover lo mejor que había en él mismo? ¿Por qué mientras se paseaba por la juguetería lo calumniaron y calificaron de espía? Pensó que su triángulo le ofrecería la respuesta, y en cierto sentido así fue. Los lados del triángulo, determinados por la información pertinente, eran iguales, lo mismo que los ángulos opuestos a dichos lados. De pronto, se sintió mucho menos desconcertado, más feliz, más esperanzado y más magnánimo. Pensó, como a uno le ocurre dos o tres veces por año, que estaba comenzando una nueva vida.
   Mientras volvía a su casa en tren, se preguntó si podía trazar una analogía geométrica que representase el hastío de un tren suburbano, las estupideces del diario vespertino, la prisa hacia la zona de estacionamiento.
   -Detective privado -dijo ella-. Investigador de la vida ajena.-
Mientras oía esas palabras, lo hacía sin enojo, ansiedad  ni frustración. Parecía que no le alcanzaban.Cuánta serenidad, qué feliz se sentía. Incluso la angularidad de Mathilda parecía conmovedora y amable, una niña descarriada que pertenecía a la familia humana.
-¿Por qué te sientes tan feliz? -preguntaron sus hijos-.Papá, ¿por qué te sientes tan feliz?-Y poco después, casi todos decían lo mismo. Cómo cambió Mallory. Qué buen aspecto tiene.¡Afortunado Mallory!

La noche siguiente Mallory encontró en el desván un texto de geometría y refrescó sus conocimientos.El estudio de Euclides creó en él una disposición mental benévola y serena, y entre otras cosas destacó el hecho de que su pensamiento y su sensibilidad se habían visto descalabrados recientemente por la confusión y la desesperación. Sabía que lo que él creía un descubrimiento podía ser una ilusión, pero de todos modos aprovechaba las ventajas prácticas. Se sentía mucho mejor. Sintió que había corregido la distancia que separaba su realidad de las realidades que presionaban sobre su propio espíritu.Si hubiese poseído una filosofía o una religión, quizá no habría necesitado de la geometría, pero las observancias religiosas de su vecindario le parecían tediosas y mezquinas, y él no se sentía inclinado a la filosofía. La geometría le servía perfectamente para la metafísica del dolor comprendido. La principal ventaja consistía en que, una vez que los había traducido a términos lineales, podía considerar con ardor y con pasión los humores y descontentos de Mathilda. No era el vencedor, pero estaba maravillosamente protegido de la condición de víctima. Mientras continuaba estudiando y practicando, descubrió que la grosería de los camareros, las almas pegajosas de los empleados y las prepotencias de los policías de tráfico no lograban afectar su tranquilidad, y que  a su vez tales opresores , como percibían la fuerza de Mallory, se mostraban menos groseros, pegajosos y prepotentes. Podía prolongar hasta bien entrado el día la convicción de inocencia, con la cual despertaba todas las mañanas. Pensó escribir un libro acerca de su descubrimiento: La emoción Euclidiana, la geometría del sentimiento.
   

Más o menos en ese momento tuvo que ir a Chicago. El cielo estaba nublado y Mallory cogió el tren. Cuando despertó, poco después del alba, todo él buena voluntad e inocencia, por la ventana de su dormitorio vio una fábrica de ataúdes, un depósito de coches viejos, casuchas, campos de juego cubiertos de maleza, cerdos que engordaban comiendo bellotas, y a la distancia el espectro monumental de Gary. La escena tediosa y melancólica ejerció sobre su espíritu el influjo de un despliegue de la estupidez humana. Nunca había aplicado su teorema a los paisajes, pero descubrió que si expresaba con un paralelogramo los componentes del momento, podía apartar de sí el espectáculo desalentador hasta que pareciese inofensivo, práctico e incluso encantador.Tomó un desayuno abundante y trabajó bien todo el día. Era un día que no necesitaba geometría. Uno de sus colaboradores de Chicago lo invitó a cenar.Sintió que no podía rechazar la invitación. Y a las seis y media llegó a una casita de ladrillos, en un sector de la ciudad que no conocía bien. Incluso antes de se abriese la puerta intuyó que necesitaría de Euclides.
   Cuando la dueña de la casa abrió la puerta, Mallory vio que había estado llorando. Tenía una copa en la mano.
   -Está en el sótano -sollozó, y pasó a una salita sin decir a Mallory dónde estaba el sótano o cómo llegar. Él la siguió a la sala. La mujer se había arrodillado y estaba fijando un rótulo a la pata de una silla. Mallory vio que la mayoría de los muebles tenían rótulos. Los rótulos decían : DEPÓSITO DE CHICAGO. Debajo ella había escrito:"Propiedad de Helen Fells McGowen". McGowen era el apellido de su amigo.
   -No dejaré una sola cosa a ese hijo de puta -sollozó ella-Ni un fósforo.
  -Holla, Mallory -dijo McGowen viniendo de la cocina-. No le preste atención. Una o dos veces por año se enoja y aplica rótulos a los muebles y dice que mandará las cosas al depósito, y después habla de alquilar un cuarto amueblado y trabajar en Marshall Field.
   -Tú no sabes nada -dijo ella.
   -¿Hay algo nuevo?- preguntó McGowen
   -Loise Mitchell acaba de telefonear. Harry se emborrachó y metió el gatito en la batidora.
   -¿Viene hacia aquí?
   -Naturalmente.
Sonó el timbre. entró una mujer desaliñada, con las mejillas húmedas.
   -Oh, fue terrible -dijo-.Los niños miraban. Era su gatito y lo querían mucho. No me habría importado tanto si los niños no hubiesen mirado.
   -Salgamos de aquí -dijo McGowen, y se volvió hacia la cocina. Mallory atravesó con él la cocina, donde no había signos de cena, descendió unos peldaños hasta un sótano amueblado con una mesa de pimpón, un televisor y un bar. McGowen preparó una bebida para Mallory-. Vea, Helen era rica -dijo McGowen-. Es uno de sus problemas. Viene de una familia muy rica. el padre tenía una cadena de lavanderías desde aquí hasta Denver. Fue el hombre que comenzó a ofrecer números vivos en las lavanderías.Cantantes populares, pequeñas orquestas. Después, el Sindicato de Músicos se confabuló contra él, y de la noche a la mañana lo perdió todo.Y ella sabe que yo tengo aventuras, pero Mallory, si no lo hiciera no sería fiel a mí mismo.Bien, solía alegrarme con esa Mitchell, la mujer que está arriba, la del gatito. Es magnífica. si usted quiere, puedo arreglarlo. Hace cualquier cosa por mí. Generalmente le doy algo. Diez dólares o una botella de whisky. Una Navidad le regalé un brazalete. Vea, al marido le da por el suicidio.A cada momento toma píldoras para dormir, pero ella siempre lo salva a tiempo. Una vez trató de ahorcarse...
   -Tengo que marcharme -dijo Mallory.
   -Quédese, quédese un momento -dijo McGowen-. Le daré otra copa.
   -De veras,tengo que irme -dijo Mallory-. Tengo muchas cosas que hacer.
   -Pero todavía no ha comido nada -dijo McGowen-.Quédese un momento y le calentaré algo.
   -No hay tiempo -dijo Mallory-. Tengo mucho que hacer.
   Subió las escaleras sin despedirse. La señora Mitchell se había ido, pero la dueña de la casa continuaba fijando rótulos a los muebles. Mallory salió y volvió con el taxi a su hotel.
   Extrajo su regla de cálculo, y trabajando con la relación entre volumen de un cono y el de su prisma circunscrito trató de expresar en términos lineales la embriaguez de la señora McGowen y el destino del gatito de los Mitchell.¡Oh, Euclides, ayúdame ahora! ¿Qué deseaba Mallory? Deseaba nada menos que luz, belleza y orden; deseaba expresar racionalmente la imagen del señor Mitchell colgado del cuello. ¿Tal vez el apasionado rechazo que sentía Mallory por la sordidez  era una actitud demasiado puntillosa y poco viril? ¿Era un error de su parte buscar definiciones del bien y del mal, creer en el poder inalienable del remordimiento, en la belleza de la vergüenza? El cuadro incluía gran número de imponderables, pero él trató de reducir su ecuación a los hechos de la velada, y la tarea le ocupó hasta pasada la medianoche,cuando se acostó. Durmió bien.


   El viaje a Chicago había sido un desastre si se consideraba el caso de los McGowen, pero financieramente fue lucrativo, y los Mallory decidieron hacer un viaje, como era su costumbre cuando disponían de dinero. Volaron a Italia y se alojaron en un hotelito próximo a Sperlonga, donde ya habían estado otras veces. Mallory se sintió muy feliz y no necesitó de Euclides durante los diez días que pasó en la costa. Fueron a Roma antes de regresar a Estados Unidos, y el último día almorzaron en  la Piazza del Popolo. Pidieron langosta, y estaban riendo, bebiendo y rompiendo con los dientes las cáscaras cuando Mathilda empezó a mostrarse melancólica. Emitió un sollozo, y Mallory comprendió que necesitaría a Euclides.
   Ahora Mathilda se mostraba sombría, pero esa tarde parecía prometer a Mallory que, mediante la reunión de los antecedentes y la geometría, podría aislar los componentes del mal humor de su esposa. El restaurante parecía ofrecer un campo espléndido de investigación. Un lugar fragante y ordenado. Los restantes comensales eran italianos decentes, todos desconocidos, y Mallory no podía concebir que fuesen capaces de provocar en ella la infelicidad que sin duda sentía. Mathilda había saboreado la langosta.El mantel era blanco, los cubiertos estaban bien lustrosos, el camarero se mostraba cortés. Mallory cambió el lugar: las flores, las pilas de frutas, el tráfico de la plaza, frente a la ventana, y en todo eso no pudo descubrir la causa del pesar y la amargura que se demostraba en el rostro de su esposa.
   -¿Deseas un helado, o un poco de fruta?-preguntó Mallory.
   -Si deseo algo, lo pediré -dijo Mathilda, e hizo lo que decía. Llamó al camarero y pidió un helado y una taza de café, al mismo tiempo que dirigió a Mallory una mirada sombría. Después que Mallory pagó la cuenta, preguntó a su esposa si quería un taxi-. Qué idea estúpida -dijo ella, frunciendo el ceño con disgusto, como si él hubiera sugerido despilfarrar sus ahorros o enviar a los niños a trabajar a un teatro.
   Volvieron caminando al hotel, en fila india. La luz era brillante, el calor intenso y parecía que las calles de Roma siempre habían sido calurosas y lo serían siempre, en una suerte de infinito. ¿Quizá el calor había cambiado el humor de Mathilda.?
   -¿Te molesta el calor, querida? -preguntó él ,y Mathilda se volvió y dijo:
   -Me repugnas.-Él la dejó en el vestíbulo del hotel y fue a un café.
   Resolvió sus problemas con una regla de cálculo al dorso de un menú. Cuando volvió al hotel ella había salido, pero volvió a las siete y empezó a llorar apenas entró en la habitación. La geometría practicada por la tarde había demostrado a Mallory que la felicidad de Mathilda, así como la suya propia y la de sus hijos, sufría  los efectos de una corriente afectiva caprichosa, insondable y submarina que se combinaba misteriosamente con el carácter de su mujer, y a intervalos originaba turbulentas erupciones que carecían de regularidad y de causa visible.
   -Lo siento querida -dijo-.¿Qué pasa?
   -En esta ciudad nadie entiende inglés -dijo Mthilda-, absolutamente nadie. Me perdí y creo que pregunté a quince personas el camino de regreso al hotel, pero nadie me comprendió.-Fue al cuarto de baño y cerró con fuerza la puerta, y Mallory  se sentó frente a la ventana -sereno y feliz- y observó el movimiento de una nube que tenía la forma exacta de una nube, y después la aparición de esa luz cobriza que a veces se difunde en los cielos de Roma poco antes de oscurecer.


Pocos días después de regresar de Italia Mallory tuvo que volver a Chicago. Concluyó sus asuntos en un día -evitó a McGowen-y tomó el tren de las cuatro. A eso de las cuatro y media fue a tomar una copa al vagón restaurante, y cuando a lo lejos vio la masa de Gary repitió ese teorema que había corregido el ángulo de su relación con el paisaje de Indiana. Pidió una bebida y por la ventana miró Gary. No había nada que ver. A causa de un error de de cálculo, no sólo había quitado su fuerza a Gary; había perdido a Gary. Ni la lluvia ni la niebla ni la súbita oscuridad explicaba el hecho de que, a sus ojos, las ventanillas del vagón restaurante estuvieran vacías. Indiana había desaparecido. Se volvió hacia una mujer que estaba a su izquierda, y preguntó:
   -¿Esto es Gary, verdad?
   -Naturalmente -respondió- ¿Qué pasa? ¿Acaso no ve?
   Un triángulo isósceles suavizó el comentario de la mujer, pero tampoco halló otros rastros de ninguna de las restantes localidades que seguían. Regresó a su camarote, y ahora era un hombre solitario y temeroso. Hundió el rostro en las manos y cuando lo levantó, pudo ver claramente las luces de los pasos a nivel y pequeños pueblos, pero a éstos nunca les había aplicado su geometría. 


   Más o menos una semana después Mallory enfermó. Su secretaria -había regresado de Capri- lo encontró desmayado sobre el suelo de la oficina. Llamó a una ambulancia. Lo operaron y lo incluyeron en la nómina de casos graves. Después de la operación, transcurrieron diez días antes de que pudiese recibir visitas, y por supuesto la primer fue Mathilda. Mallory había perdido veinticinco centímetros de intestino, y le habían fijado tubos a los dos brazos.
   -Caramba, estás muy bien -exclamó Mathilda, tratando de disimular la impresión y el desaliento, y reemplazándolos con un aire distraido-. Y qué habitación tan agradable. Estas paredes amarillas. Si uno tiene que enfermarse, es mejor hacerlo en Nueva York. ¿Recuerdas ese horrible hospital rural donde tuve a los niños? -Se sentó, no en una silla sino en el alféizar de la ventana. Él recordó que nunca había conocido el amor que pudiese anular la capacidad separadora del dolor, que pudiese salvar la distancia entre entre los sanos y los enfermos-. En casa todo marcha sobre rieles -dijo ella-.Parece que nadie te extraña.
   Como nunca había estado gravemente enfermo, el no podía prever que Mathilda no era buena enfermera. Aparentemente, a ella le molestaba que Mallory estuviese enfermo, pero él pensó que su resentimiento era una torpe expresión de amor. Ella nunca había sabido disimular bien, y ahora no lograba disimular el hecho de que consideraba que el derrumbe de su marido era una actitud egoísta.
   -Eres tan afortunado -dijo Mathilda- . Tienes suerte porque esto ocurrió en Nueva York. Dispones de los mejores médicos y las mejores enfermeras, y sin duda éste es uno de los mejores hospitales del mundo.  En realidad no tienes por qué preocuparte. Aquí hacen todo lo que necesitas. Ojalá una vez en la vida pudiese acostarme durante una semana o dos y que me atendieran.
   Hablaba su Mathilda, su amada Mathilda, que no intentaba disimular cuando llegaba el momento de mostrar esa angularidad, ese egoísmo legítimo que ningún amor, por intenso que fuese, podía desviar o suavizar. Así era ella, y Mallory apreciaba la falta de sentimentalismo con que ella se exhibía. Entró una enfermera con un plato de sopa clara en una bandeja. Desplegó una servilleta bajo el mentón del enfermo y se dispuso a alimentarlo, porque no podía mover los brazos.
   -Oh, déjeme hacerlo, déjeme hacerlo -dijo Mathilda-. Es lo menos que puedo hacer. -Era el primer signo de que, de un modo u otro, ella estaba comprometida con algo que era, a pesar de las paredes amarillas,una escena trágica. Recibió de la enfermera el plato de sopa y la cuchara-. Oh, qué bien huele -dijo-. Casi me gustaría tomármela yo.Dicen que la comida de hospital es malísima, pero este lugar parece una excepción.- Acercó una cuchara de caldo a los labios de Mallory y entonces, sin que mediara torpeza de su parte, derramó el plato de caldo sobre el pecho y la ropa de cama de su marido.
   Llamó a la enfermera y después se frotó enérgicamente una mancha en la falda. Cuando la enfermera comenzó la prolongada y compleja tarea de cambiar la ropa de cama, Mathilda consultó su reloj y vio que era hora de irse.
   -Vendré mañana -dijo-. Diré a los niños que estás muy bien.
   Era su Mathilda, y por lo menos él comprendió eso; pero después que se fue, Mallory advirtió que la comprensión quizá no le permitiera soportar otra visita del mismo estilo. Le pareció muy evidente que la convalecencia de sus tripas se había retrasado. Incluso era posible que ella apresurase su muerte.Después que la enfermera terminó de cambiarlo y le sirvió un segundo plato de sopa, Mallory le pidió que del bolsillo de su traje retirase la regla de cálculo y el cuaderno. Calculó con sencilla analogía geométrica entre su amor a Mathilda y su temor a la muerte.
   Aparentemente fue eficaz. A las once del día siguiente, cuando Mathilda llegó, él la oyó y la vio, pero ella ya no podía confundirlo. Mallory había corregido el ángulo de Mathilda. Estaba vestida para amar a su amante ficticio, e insistió en que él tenía buen aspecto y en que era un hombre afortunado. Más aún, señaló que necesitaba un afeitado. Después que ella se fue, Mallory preguntó a la enfermera  si podía obtener los servicios de un peluquero. La enfermera le explicó que el peluquero venía únicamente los miércoles y los viernes, y que todos los enfermeros estaban en huelga. Le trajo un espejo, una navaja y un poco de jabón, y entonces él vio su cara por primera vez desde su desmayo. Su propia demacración lo obligó a volver a la geometría, y trató de equiparar la voracidad de su apetito, la inconmensurabilidad de sus  esperanzas y la fragilidad de su cuerpo. Razonó con mucho cuidado, pero sabía que un error de cálculo, semejante al que había cometido en el caso de Gary, acabaría con los hechos que habían comenzado el día que el camión de la tintorería Euclides había pasado bajo su ventana. Mathilda fue del hospital al restaurante, y después a un cine, y cuando llegó a casa, la mujer que hacía la limpieza fue quien le informó de que Mallory había fallecido.

The Saturday Evening Post, 1 de enero.


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John Cheever, La geometría del amor, emecé editores, 2002





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