Para algunas personas El hotel azul es el mejor cuento de Crane y uno de los mejores cuentos de la literatura y la relectura que de él hace Paul Auster en La llama inmortal de Stephen Crane le hace inolvidable. Pero también sin ella llega con fuerza al lector por sus originales valores literarios.
El ejemplar utilizado en el post fue el único que se pudo encontrar hace unos años cuando las palabras del admirado y exigente Naipaul -citadas en el libro de Paul Theroux- llamaron la atención sobre Crane y su estilo narrativo :
"¿Recuerdas como empieza el cuento 'El hotel azul', de Stephen Crane? ¿La frase sobre el color azul? -preguntó-. Eso me gusta."
Tal vez la traducción no sea la mejor pero en cualquier caso la singularidad de Crane es difícil de opacar porque escribe como los poetas condensando información en imágenes que destellan y en su prosa y utiliza las palabras como si las hubiera cargado de un sentido especial.
En la página 758 Auster reflexiona sobre los lugares de los escritores, preguntándose por qué le afectó tanto Nebraska donde solo estuvo dos semanas y no otros lugares ,Inglaterra por ejemplo, donde pasó largas temporadas y estaba en el momento de escribir el cuento.
"Para Crane, que acabó viviendo en tantos sitios sólo los que se abrieron hasta el fondo de su subconsciente emergieron alguna vez en su ficción.[...] Solo había estado dos semanas en Nebraska pero no había olvidado los embates de la ventisca ni las temperaturas bajo cero que allí soportó [...]"
Y cuenta cómo cuando Crane se marchó de Essex después de su primera visita a Conrad un violento temporal de noviembre que estaba abatiendo la zona tal vez trajo a su memoria la tormenta brutal que había vivido en Nebraska. Sea así o no cuando llegó a su casa en Oxted empezó a escribir El hotel azul.
I
El Palace Hotel en Fort Romper estaba pintado de un azul claro, un color que se encuentra en las patas de una especie de garza y que hace que este pájaro se destaque claramente en cualquier paisaje. El Palace Hotel en aquel entonces, estaba siempre chillando y ululando hasta tal punto que relegaba el paisaje de invierno de Nebraska a la altura de un silencio gris y cenagoso. Se erguía solitario en la pradera. Cuando caía la nieve, la ciudad, que se encontraba a unos doscientos metros, no se podía divisar. Pero cuando el viajero de bajaba en la estación de ferrocarriles tenía que pasar por delante del Palace Hotel antes de encontrarse con las casas de madera que componían Fort Romper, y no se podía pensar que cualquier viajero pudiese pasar delante del Palace Hotel sin mirarlo. Pat Scully, el propietario, había demostrado ser un maestro de la estrategia al elegir su color. Y está claro que cuando hacía buen tiempo, al pasar rápidamente por Fort Romper los expresos intercontinentales o las largas líneas de trenes tambaleantes, los pasajeros se quedaban pasmados ante la vista, y los entendidos que conocían los marrones rojizos y las subdivisiones de los verdes oscuros del Este expresaban vergüenza, piedad y horror con una risa. Pero a los ojos de los ciudadanos de esta ciudad de la pradera y a los de la gente que se detenía naturalmente allí, Pat Scully había realizado una proeza. Las creencias, las clases, los ególatras que fluían cual río por Romper en la vía del tren día tras día no tenían color en común con esa opulencia y ese esplendor.
Como si no fueran bastantes tentadores los encantos desplegados por un hotel tan azul, era la costumbre de Scully ir cada mañana y cada noche al encuentro de los perezosos trenes que se detenían en Romper y emplear su seducción en cualquier hombre que pudiera divisar con el bolso de viaje en la mano.
Una mañana, cuando una locomotora cubierta de nieve arrastraba su larga hilera de vagones de mercancías y su único vagón de pasajeros hacia la estación, Scully logró el prodigio de atrapar a tres hombres. Uno de ellos era un sueco tembloroso de mirada sagaz con una brillante maleta barata; otro era un vaquero alto y moreno, que viajaba hacia un rancho cerca de la frontera de Dakota; el otro era un hombrecillo callado venido del Este, que no lo parecía y no lo proclamaba. Scully casi los hizo sus prisioneros. Era tan alegre, diestro y amable que cada uno sintió probablemente que sería el colmo de la grosería intentar escaparse. Caminaron con dificultad por los andenes de madera chirriante, siguiendo los pasos del animado irlandés. Llevaba una gruesa gorra de piel muy ajustada a la cabeza. Así, le sobresalían erguidas las dos rojas orejas, como si fueran hechas de hojalata.
Por fin , Scully, ampulosamente, con bulliciosa hospitalidad, los condujo a través de los portales del hotel azul. La habitación a la que pasaron era pequeña. Parecía ser meramente un templo apropiado para una enorme estufa que, situada en medio de la habitación, roncaba con una vinolencia casi divina. En varios puntos de su superficie, el metal se había puesto al rojo vivo por el calor y resplandecía con una luz amarilla. Junto a la estufa, Johnnie, el hijo de Scully, jugaba a cartas con un viejo granjero de barba gris y rubia. Discutían, El viejo granjero a menudo volvía la cara hacia una caja de serrín -que el jugo de tabaco había teñido de marrón- detrás de la estufa, y escupía con aire de gran impaciencia e irritación. Bravuconeando en voz alta, Scully puso fin al juego de cartas, y mandó a su hijo arriba con parte del equipaje de los nuevos huéspedes. Él mismo les condujo hacia tres barreños que contenían el agua más fría del mundo. El vaquero y el del Este se frotaron fuertemente con esta agua, hasta que pareció hacerles el efecto de un abrillantador de metales. El sueco, sin embargo, sólo mojó sus dedos con cautela e inquietud. Era notable que a través de esta serie de pequeños rituales a los tres viajeros se les hacía sentir la benevolencia de Scully. Les otorgaba inmensos privilegios. Pasó la toalla de uno al otro con aire de impulso filantrópico.
Después de esto, fueron al primer cuarto y, sentados alrededor de la estufa, escucharon el griterío imperioso de Scully hacia sus hijas que estaban preparando la comida. Reflexionaron con el silencio de hombres expertos que se comportaban con cuidado entre gente desconocida. Sin embargo, el viejo granjero, inmóvil, invulnerable en su silla cerca de la parte más cálida de la estufa, volvía frecuentemente la cara de la caja de serrín y dirigía unas tibias trivialidades a los forasteros. En general, le contestaba o bien el vaquero o bien el tipo del Este con frases cortas pero adecuadas. El sueco no decía nada. Parecía ocuparse de estudiar sigilosamente a cada hombre de la habitación. Se podía haber pensado que cargaba con la sensación de absurda sospecha del que es culpable. Tenía los modales de un hombre muy asustado.
Más tarde, a la hora de cenar, habló un poco, dirigiéndole exclusivamente la palabra a Scully, que entonces declaró que había vivido en Romper durante catorce años. El sueco preguntó por las cosechas y cómo pagaban el trabajo. Apenas pareció escuchar las extensas respuestas de Scully. Sus ojos seguían paseándose de un hombre a otro.
Por fin, con una risa y un guiño, comentó que las comunidades del Oeste eran muy peligrosas; y después de su declaración estiró las piernas por debajo de la mesa, inclinó la cabeza y volvió a carcajearse estruendosamente. Era obvio que su intervención no había tenido ningún sentido para los demás. Le observaron con curiosidad, en silencio.
II
Al volver los hombres en tropel al cuarto de enfrente, los dos ventanucos presentaban vistas a un tormentoso mar de nieve. Los enormes brazos del viento estaban intentando -con círculos poderosos y fútiles- abrazar a los impetuosos copos. Un montante de puerta que parecía un hombre inmóvil con cara pálida se erguía atónito en medio de este desbordamiento de furia. Con voz animada, Scully anunció la presencia de una nevasca. Los huéspedes del hotel azul, encendiendo sus pipas, asintieron con gruñidos de perezosa satisfacción masculina. Ninguna isla en el mar podía ser tan ajena como esta pequeña habitación con el murmullo de su estufa. Johnnie, el hijo de Scully, en un tono de voz que definía la opinión que tenía de su propia habilidad como jugador de cartas, retó al viejo granjero de barba gris y rubia a otra partida. El granjero aceptó con una expresión de desprecio y amargura. Se sentaron cerca de la estufa, acomodando las rodillas bajo una ancha tabla. El vaquero y el tipo del Este miraban interesados la partida. El sueco permaneció cerca de la ventana, distante, pero con una actitud que mostraba señales de una inexplicable agitación.
La partida de Johnnie y el de la barba gris finalizó repentinamente con otra discusión . El anciano se levantó mirando con profundo desprecio a su adversario. Se abotonó el abrigo y salió furioso pero con asombrosa dignidad. En el discreto silencio del resto de los hombres, el sueco rio. Su risa sonaba bastante aniñada. Los hombres ya habían empezado a mirarlo con recelo, como si quisieran preguntarle cuál era su problema.
Alegremente se organizó una nueva partida. El vaquero se ofreció para ser la pareja de juego de Johnnie, y todos se volvieron hacia el sueco para pedirle que participara también junto al tipo del Este. Hizo varias preguntas sobre el juego y, dándose cuenta que tenía múltiples nombres y que ya lo había practicado bajo algún seudónimo, aceptó la invitación. Se dirigió hacia los hombres con nerviosismo, como si esperara ser asaltado. Finalmente, sentado, miró a cada cara y rio con voz aguda, Esa risa era tan extraña que el tipo del Este levantó rápidamente la vista, el vaquero permaneció sentado y atento, boquiabierto, y Johnnie se quedó quieto, con las cartas inmóviles entre sus dedos.
Entonces hubo un breve silencio. Y Johnnie dijo:
-Pues ya podemos empezar. ¡Vamos!
Adelantaron sus sillas hasta que sus rodillas se juntaron bajo la tabla. Empezaron a jugar, y su interés por la partida hizo que los demás olvidaran la conducta del sueco.
El vaquero tenía la costumbre de golpear la tabla. Cada vez que tenía cartas superiores, las presentaba una a una, con exagerada fuerza, en la mesa improvisada, y cogía las bazas con un fulgurante aire de proeza y soberbia que provocaba la indignación de sus contrincantes. Una partida que cuenta con un jugador que golpea la mesa siempre acaba siendo intensa. Las expresiones del tipo del Este y del sueco eran de desánimo cada vez que el vaquero lanzaba sus ases y reyes, mientras Johnnie, con los ojos radiantes de alegría, reía y reía.
Al ser la partida tan absorbente, ninguno tenía en cuenta los extraños modales del sueco. Sólo se interesaban por el juego. Al fin, durante un intervalo a causa de un nuevo reparto, el sueco se dirigió a Johnnie.
-Supongo que un buen número de hombres han sido asesinados en este cuarto.
Las mandíbulas de los demás cayeron al suelo y todos le miraron.
-¿De qué rayos está hablando? -preguntó Johnnie.
El sueco volvió a soltar una carcajada, llena de una especie de falsa valentía y desafío.
-Oh, sabes perfectamente lo que quiero decir- contestó.
-¡Sí lo sé, soy un mentiroso! -protestó Johnnie.
La partida se detuvo, y los hombres miraron fijamente al sueco. Johnnie obviamente sentía que como hijo del dueño tenía que hacer una pregunta directa.
-A ver, ¿a qué viene todo esto, amigo? -preguntó.
El sueco le guiñó un ojo. Era una guiño lleno de malicia. Sus dedos temblaban al borde de la tabla.
-Ah, quizá crees que no he corrido mundo.¿Piensas tal vez que soy un novato?
-Yo no sé nada de usted -contestó Johnnie- y me importa un bledo donde haya estado. Todo lo que digo es que no tengo idea de lo que está hablando. Aquí nunca han matado a nadie.
El vaquero que había estado observando al sueco, habló entonces.
-¿Cuál es su problema, amigo?
Al sueco le pareció que le amenazaban seriamente. Se estremeció y las comisuras de los labios se volvieron blancas. Dirigió una mirada implorante al tipo del Este. En el transcurso de esos momentos, no olvidó adoptar su aire bravucón.
-Dicen que no saben de qué estoy hablando -le comentó con ironía al tipo del Este.
El tipo del Este le contestó después de una prolongada y cautelosa reflexión.
-No le entiendo -dijo impasible.
El sueco entonces hizo un movimiento que anunciaba que había encontrado traición en el único flanco en el que esperaba simpatía si no alguna ayuda.
-Vaya, veo que todos estáis contra mí. Ya veo...
El vaquero estaba completamente estupefacto.
-Oiga -gritó al mismo tiempo que lanzaba el juego de cartas violentamente contra la tabla.-, oiga, ¿qué es lo que está buscando, eh?
El sueco se levantó de golpe con la celeridad de un hombre al huir de una serpiente en el suelo.
-¡No quiero pelear! -gritó-.¡No quiero pelear!
El vaquero estiró sus largas piernas con gestos indolentes y deliberados. Tenía las manos en los bolsillos. Escupió en la caja de serrín.
-Vaya, ¿quién demonios pensaba que lo quería? -preguntó.
El sueco retrocedió rápidamente hacia una esquina de la habitación. Tenía las manos levantadas como para proteger sus pecho, pero era evidente que luchaba por controlar su espanto. -Caballeros -tartamudeó-,¡supongo que no podré salir de esta casa sin que me maten! ¡Supongo que no podré salir de esta casa sin que me maten!
Sus ojos tenían la expresión del cisne moribundo. Por las ventanas se podía divisar la nieve volviéndose azul en la sombra del crepúsculo. El viento se lanzaba contra la casa, y algo suelto rebotaba con regularidad contra la madera, como si un espíritu estuviera dando golpes.
Se abrió una puerta, y entró Scully en persona. se detuvo con sorpresa al notar la actitud trágica del sueco. Entonces dijo;
-¿Qué está pasando aquí?
El sueco le contestó con prontitud y vehemencia:
-Estos hombres tratan de matarme.
-¡Matarle! -exclamó Scully-.¡Matarle! Pero ¿ qué está diciendo?
El sueco hizo un ademán de mártir.
Scully se volvió severamente hacia su hijo.
-¿Qué es esto Johnnie?
El muchacho se había vuelto hosco.
-Yo no tengo ni idea -contestó. No entiendo nada de nada.
Empezó a barajar las cartas, juntándolas con un golpe colérico.
-Dice que unos cuantos hombres han sido asesinados en este cuarto, o algo por el estilo. Y dice que él también va a ser asesinado aquí. No sé qué le pasa. Está loco, no me extrañaría.
Scully miró entonces al vaquero esperando una explicación, pero el vaquero sólo se encogió de hombros.
-¿Matarle? -le repitió Scully al sueco-. ¿Matarle? Hombre, está usted como una cabra.
-Ya lo sé -soltó el sueco-.Sé lo que va a pasar. Sí, estoy loco, sí. Sí, claro que estoy loco, sí. Pero sé una cosa...-Había como un sudor de sufrimiento y terror en su cara.-. Sé que no saldré vivo de aquí-.
El vaquero respiró profundamente ,como si su mente estuviera en las últimas.
-Pues está si que es buena -murmuró para sí mismo.
Scully dio una vuelta repentina y se enfrentó con su hijo.
-¡Has estado incomodando a este señor!
La voz de Johnnie se elevó muy alto ante semejante injusticia.
-Pero por Dios, ¡si no le he hecho nada!
El sueco los interrumpió.
-Caballeros, no se preocupen. Me voy a marchar de esta casa. Me iré porque...-Les acusó dramáticamente con la mirada- porque no quiero que me maten.
Scully estaba muy enfadado con su hijo.
-¿Me vas a decir lo que está pasando, más que granuja? ¿Qué ha pasado, entonces?¡Habla ya!
-¡Santo Dios! -gritó Johnnie desesperado-,¡si te digo que no lo sé! Dice, dice que le queremos matar, y no sé nada más. No entiendo lo que le pasa.
El sueco seguía repitiendo:
-No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho, Me marcho porque no quiero que me maten. Sí, claro que estoy loco, sí. Pero sé una cosa: me marcho. Me voy de esta casa. No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho.
-Usted no se marchará -dijo Scully-. No se marchará hasta que sepa de qué se trata este asunto. Si alguien le ha molestado, le ajustaré cuentas. Ésta es mi casa. Está usted bajo mi techo y no permitiré que aquí sea molestado ningún hombre pacífico.
Lanzó una terrible mirada a Johnnie, al vaquero y al tipo del Este.
-No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho. No quiero que me maten.
El sueco se acercó a la puerta que daba a las escaleras, Era obvio que tenía la intención de ir en seguida a recoger el equipaje.
-No, no -gritó Scully perentoriamente, pero el hombre pálido se deslizó a un lado y se esfumó-
-A ver -preguntó Scully con severidad-, ¿ qué significa esto?
Johnnie y el vaquero gritaron al unísono:
-¡Pero si no le hemos hecho nada!
Los ojos de Scully eran fríos.
-No -dijo-, ¡verdad que no ?
Johnnie soltó una violenta imprecación.
-Vaya, jamás he visto a alguien más chalado y más perturbado. Si no le hemos hecho nada. Si sólo estábamos aquí jugando a cartas y ése...
De repente el padre le habló al tipo del Este.
-Señor Blanc -le preguntó-,¿qué han estado haciendo estos chicos?
El tipo del Este reflexionó de nuevo.
-No he visto nada anómalo -acabó diciendo, lentamente.
Scully empezó a aullar.
-Pero ¿ qué significa? -Miró con ferocidad a su hijo-.Tengo ganas de darte con el látigo por esto, muchacho.
Johnnie no podía contenerse.
-Dime. ¿qué he hecho? -increpó a su padre.
III
-Parece que tenéis problemas para hablar- dijo finalmente Scully a su hijo, al vaquero y al tipo del Este; y después de pronunciar esta despreciativa frase, salió del cuarto.
Arriba estaba el sueco atando rápidamente las cinchas de su gran maleta. Estando su espalda medio vuelta hacia la puerta, percibió un ruido que provenía de allí, entonces se volvió de un salto y dejó escapar un fuerte grito. La cara arrugada de Scully se mostró siniestra a la luz de la pequeña lámpara que llevaba. Aquel resplandor amarillo, que iluminaba hacia arriba, sólo coloreaba sus rasgos prominentes, y dejaba sus ojos, por ejemplo, en una sombra misteriosa. Parecía un asesino.
-¡Pero hombre! -exclamó-, ¿se ha vuelto loco de remate?
-¡Oh, no! ¡Oh, no! -replicó el otro-. Hay gente en este mundo que sabe casi tantas cosas como usted. ¿me entiende?
Por un momento se quedaron observándose el uno al otro. En las mejillas del sueco, de una palidez mortal, se veían dos manchas de un brillante carmesí y con bordes muy definidos, como si hubiesen sido pintadas con minuciosidad. Scully puso la lámpara sobre la mesa y se sentó en el borde de la cama. Habló pensativamente.
-Vaya, vaya, nunca oí de algo semejante en toda mi vida. Esto es un completo embrollo. No puedo entender cómo se le metió esta idea en la cabeza, por mi alma.
Entonces levantó los ojos y preguntó:
-¿Así que pensó de verdad que le iban a matar?
El sueco examinó al anciano como si quisiera leerle el pensamiento.
-Sí, eso pensaba -dijo por fin.
Por lo visto pensaba que esta respuesta iba a provocar una reacción violenta. Al tirar de una cincha le tembló todo el brazo, agitando su codo como un pedazo de papel.
Scully golpeó violentamente con la mano el tablero de la cama.
-Pues hombre, vamos a tener una línea de tranvías eléctricos en esta ciudad la primavera próxima.
-Una líneas de tranvías eléctricos -repitió
el sueco estúpidamente.
-Y se va a construir un nuevo ferrocarril desde Broken Arm hasta aquí -dijo Scully-. Y no le hablo de las cuatro iglesias y de la fantástica escuela de ladrillos. Y también tendremos la gran fábrica.¡Sí, en dos años Romper será una me-tró-po-lis!
Cuando acabó de preparar su equipaje, el sueco se enderezó.
-Señor Scully -dijo con repentina dureza-,¿cuánto le debo?
-Usted no me debe nada -dijo el anciano enojado.
-Sí, le debo algo -replicó el sueco.
Sacó setenta y cinco centavos de su bolsillo y se los tendió a Scully; pero éste chasqueó los dedos rechazándolos desdeñosamente. Sin embargo, ambos se quedaron mirando de forma extraña las tres monedas de plata que relucían sobre la palma abierta del sueco-.
-No pienso coger su dinero -dijo Scully finalmente-. No después de lo que ha pasado aquí.-Entonces pareció ocurrírsele un plan-. Vamos- gritó cogiendo su lámpara y dirigiéndose a la puerta-.¡Vamos! Venga conmigo un momento.
-No -dijo el sueco muy alarmado.
-Sí -le increpó el anciano.-¡Sígame! Quiero que vea una foto...justo al otro lado del pasillo...en mi cuarto.
El sueco debió pensar que había llegado su hora. Le cayó el alma a los pies y enseñó los dientes como los de un cadáver. Acabó siguiendo a Scully a través del pasillo, pero caminaba como si arrastrara cadenas.
Scully dirigió la luz a lo alto de la pared de su habitación. Apareció la grotesca fotografía de una niña. Estaba apoyada en una barandilla suntuosamente decorada y resaltaba su enorme flequillo. La silueta era tan elegante como la de un esquí plantado en el suelo y además tenía el color del plomo.
-Mire -dijo Scully con ternura-,ésta es la foto de mi niña que murió. Se llamaba Carrie.¡Tenía el pelo más hermoso del mundo! La quería tanto, ella...
Dándose la vuelta en aquel momento, vio que el sueco no estaba contemplando la foto ni mucho menos, sino que estaba vigilando ansiosamente la penumbra que había tras él.
-¡Mire, hombre! -gritó Scully animadamente-. Esta es la foto de mi niña que murió. Se llamaba Carrie. Y aquí tiene la foto de mi hijo mayor, Michael. Es abogado en Lincoln, y le va muy bien.Le di una estupenda educación a ese chico, y ahora me alegro de ello. Es un gran muchacho. Mírele ahora. ¡Tan resuelto, allí en Lincoln, un caballero honrado y respetado! ¡Un acaballero honrado y respetado! -concluyó con énfasis Scully.
Y al decir todo aquello, golpeó jocosamente al sueco en la espalda. El sueco sonrió levemente.
-Ahora -dijo el anciano- sólo hay una cosa más.
Se agachó repentinamente al suelo y escondió la cabeza bajo la cama. El sueco podía oír su voz amortiguada.
-La guardaría debajo de mi almohada si no fuese por ese muchacho, Johnnie. Y también está la vieja...¿Dónde la habré puesto? Nunca la pongo dos veces en el mismo sitio. ¡Venga! ¡Sal de ahí!
En seguida salió torpemente de debajo de la cama arrastrando con él un viejo abrigo envuelto como un hatillo.
-Ya lo tengo -murmuró.
Arrodillándose en el suelo, desenvolvió el abrigo y de su interior extrajo una gran botella ocre llena de whisky.
Su primera maniobra fue poner la botella al contraluz. Aparentemente aliviado por el hecho de que nadie la había tocado, la extendió con ademán generoso hacia el sueco.
El sueco, que apenas se sostenía, estuvo a punto de asir con ansia este elemento de fuerza, pero apartó bruscamente la mano y miró horrorizado a Scully.
-Beba -dijo el anciano cariñosamente.
Se había levantado y estaba frente al sueco.
Hubo un silencio. Una vez más Scully dijo:
-¡Beba!
El sueco río salvajemente. Agarró la botella, la llevó a su boca y al mismo tiempo que sus labios envolvían ridículamente la abertura y que su garganta iba tragando, mantuvo la mirada, que ardía de cólera, fija en la cara del anciano.
IV
Después de que Scully saliera, los tres hombres con la tabla de cartas aún sobre sus rodillas guardaron durante largo rato un silencio atónito. Entonces Johnnie dijo:
-Es el sueco más increíble que he conocido.
-No es sueco -dijo con desprecio el vaquero.
-Bueno, ¿entonces qué es? -gritó Johnnie-. ¿Qué es entonces?
-En mi opinión -replicó el vaquero lentamente-, es una especie de holandés.
Era una antigua costumbre del país bautizar como suecos a todos aquellos hombres de cabellos claros que hablaban con fuerte acento. En consecuencia, la idea del vaquero no carecía de audacia.
-Sí señor. En mi opinión este tipo es una especie de holandés -repitió.
-Bueno, de todas formas él dice que es sueco -murmuró Johnnie con expresión mohína.
Se volvió hacia el tipo del Este:
-¿A usted qué le parece señor Blanc?
-Oh, no sé -repuso el tipo del Este.
A ver, ¿ qué creen ustedes que le hace actuar así?-preguntó el vaquero.
-Está asustado. -El del Este golpeó su pipa contra el borde de la estufa-.Está claro que está muerto de miedo.
-¿Miedo a qué? -gritaron al unísono Johnnie y el vaquero.
El tipo del Este reflexionó sobre su respuesta.
-¿Miedo a qué? -gritaron los demás de nuevo.
-Oh, no lo sé, pero a mí me parece que este tipo ha leído novelas baratas y se cree estar en medio de una...con los disparos, las puñaladas...y todo eso.
-Pero -dijo el vaquero, profundamente escandalizado- esto no es Wyoming, ni ninguno de esos sitios. Esto es Nebraska.
-Sí -añadió Johnnie-. ¿Y por qué no se espera a llegar al Oeste.
El tipo del Este, que había viajado mucho, se río.
-Allí tampoco es distinto, no en la época actual. Pero se cree o se imagina que está en medio del infierno.
Johnnie y el vaquero se quedaron pensativos un largo rato.
-Todo esto es muy raro -acabó comentando Johnnie.
-Sí -dijo el vaquero-.Es un juego extraño. Espero que no nos encontremos atrapados por la nieve, porque entonces tendríamos que aguantar a este tipo con nosotros todo el tiempo. Eso no me gustaría.
-Ojalá papá lo echara -dijo Johnnie.
En ese momento oyeron fuertes pisadas en las escaleras, acompañadas por la voz del viejo Scully, que explicaba sonoros chistes, y por una risa, evidentemente la del sueco. Los hombres alrededor de la estufa se miraron los unos a los otros con expresión vacía.
-¡Vaya! -dijo el vaquero.
La puerta se abrió de golpe y el viejo Scully, rojo y animado, entró en la habitación. No dejaba de hablar al sueco, que le seguía y se reía valientemente. Era la entrada de dos calaveras llegados de una sala de fiestas.
-Vamos, correos, y dejadnos un poco de espacio junto a la estufa -dijo Scully con aspereza a los tres hombres sentados.
El vaquero y el tipo del Este movieron obedientemente sus sillas para hacer sitio a los recién llegados. Johnnie, sin embargo, sólo se instaló en una actitud aún más indolente, y entonces permaneció inmóvil.
-¡Venga, póngase aquí! -dijo Scully.
-Hay mucho sitio al otro lado de la estufa -dijo Johnnie.
-¿Te crees tú que queremos sentarnos en medio de la corriente de aire? -rugió el padre.
Pero el sueco se interpuso con la majestuosidad del que duda.
-No, no. Deje que el muchacho se sienta donde le dé la gana -gritó agresivamente al padre.
-¡De acuerdo, de acuerdo! -dijo Scully con deferencia.
El vaquero y el tipo del Este intercambiaron miradas de sorpresa.
Las cinco sillas formaban una media luna alrededor de uno de los lados de la estufa. El sueco empezó a hablar. Hablaba de un modo blasfemo, arrogante y colérico. Johnnie, el vaquero y el tipo del Este mantenían un sombrío silencio, mientras el viejo Scully parecía alerta y vivaz, interrumpiendo constantemente con exclamaciones de interés. Al final el sueco anunció que tenía sed. Se levantó de la silla y dijo que iba a buscar un vaso de agua.
-Se lo traeré -gritó enseguida Scully.
-No -dijo el sueco con desprecio- lo traeré yo mismo.
Se levantó y salió rápidamente, con aire de propietario, hacia la zona de servicio del hotel.
En el momento en que el sueco ya no podía oírles Scully se levantó de un salto y murmuró febrilmente a los demás:
-Arriba se pensó que quería envenenarle.
-Oye- dijo Johnnie-. Esto me pone enfermo. ¿Por qué no le echas fuera, a la nieve?
-Bueno, ahora está bien -declaró Scully-.Lo que pasa es que es del Este e imaginó que esto era un lugar violento. Eso es todo. Ahora está bien.
El vaquero miró impresionado al tipo del Este.
-Usted tenía razón -dijo-.A usted no le ha podido engañar el holandés.
-Pues puede que ahora esté bien -le dijo Johnnie a su padre- pero yo no lo noto. Antes estaba asustado, pero ahora está demasiado confiado.
El lenguaje de Scully era una mezcla de acento irlandés y jerga, expresiones del Oeste y más jerga, y fragmentos de palabras curiosamente formales sacadas de las novelas y de los periódicos. Entonces escupió un extraño batiburrillo de palabras a la cara de su hijo.
-¿Qué es lo que llevo? ¿Qué es lo que llevo? ¿Qué ese lo que llevo? -preguntó con voz de trueno.
Dio un impresionante manotazo a su rodilla. para indicar que iba a contestar en persona, y que todos debían atenderle-
-Llevo un hotel -vociferó-. Un hotel, ¿les importa? Un invitado bajo mi techo tiene privilegios sagrados. Nadie puede intimidarle, que no tenga que oír ni una palabra que pueda empujarle a irse. No lo permitiré. En esta ciudad no puede haber ningún sitio en el que digan que alguna vez han alojado a un invitado mío porque le daba miedo quedarse aquí.
De repente se dio la vuelta hacia el vaquero y el tipo del Este.
-¿Tengo razón?
-Sí. señor Scully dijo el vaquero- , creo que tiene razón.
-Sí, señor Scully -dijo el tipo del Este- creo que tiene razón.
V
Durante la cena de las seis, el sueco estuvo tan chispeante como unos fuegos de artificio. A veces parecía a punto de entonar ruidosas canciones, y el viejo Scully le animaba en su locura. El tipo del Este estaba encerrado en sí mismo; el vaquero estaba sentado boquiabierto por el asombro, olvidándose de comer, mientras Johnnie devoraba airadamente grandes platos de comida. Cuando se veían obligados a traer más galletas, las hijas de la casa se acercaban tan cautelosamente como si fueran indias y, después de cumplir con su propósito, huían con una prisa mal disimulada. El sueco dominaba todo el banquete y le daba la apariencia de una cruel bacanal, Parecía haber crecido de repente; miraba con fijación cada una de las caras, con un desprecio brutal. Su voz resonaba a través de la habitación. En una ocasión, cuando lanzó su tenedor como una arpón para coger una de las galletas, estuvo a punto de clavarlo en la mano del tipo del Este, quien intentaba tranquilamente coger la misma galleta.
Después de la cena, cuando los hombres se dirigían en fila hacia la otra habitación, el sueco dio un fuerte golpe en el hombro de Scully.
-Bien, viejo, ha sido una cena de órdago.
Johnnie miró esperanzado a su padre; sabía que aquel hombro era frágil por culpa de una vieja caída; y en efecto, pareció por un momento que Scully iba a enfurecerse por ello, pero finalmente se limitó a esbozar una sonrisa dolida y permanecer silencioso. Los demás entendieron por su forma de actuar que estaba admitiendo su responsabilidad por la nueva actitud del sueco.
Johnnie, sin embargo, se dirigió disimuladamente a su padre.
-¿Por qué no contratas a alguien para que te tire por las escaleras?
Scully sólo le contestó con una oscura mirada.
Cuando se encontraron reunidos alrededor de la estufa, el sueco insistió en jugar a cartas. Scully se negó suavemente al principio, pero el sueco le dirigió una mirada de lobo. El anciano se resignó, y el sueco sondeó a los demás. En su tono pesaba siempre una amenaza. El vaquero y el tipo del Este declararon con indiferencia que iban a jugar. Scully dijo que muy pronto tendría que ir al encuentro del tren de las 6,58, así que el sueco se volvió amenazador hacia Johnnie, Por un momento sus miradas se cruzaron como navajas, y entonces Johnnie sonrió y dijo:
-Sí, jugaré.
Formaron un cuadrado con la pequeña tabla en sus rodillas. El tipo del Este y el sueco formaron pareja de juego otra vez. Conforme la partida iba avanzando, era fácil notar que el vaquero no golpeaba la tabla como de costumbre. Mientras tanto, Scully, cerca de la lámpara, se había puesto las gafas y, con el curioso aspecto de un viejo sacerdote, leía el periódico. Cuando llegó el momento, salió al encuentro del tren de las 6,50 y, a pesar de sus precauciones, cuando abrió la puerta, un torbellino de viento polar entró en la habitación. Además de desperdigar las cartas, heló a los jugadores hasta la médula. El sueco blasfemó espantosamente. Cuando Scully volvió su entrada interrumpió una escena cómoda y amistosa. El sueco volvió a blasfemar. Pero de nuevo estuvieron concentrados con sus cabezas inclinadas hacia adelante y sus manos moviéndose con rapidez. El sueco había adoptado la costumbre de golpear la tabla.
Scully recuperó su periódico y permaneció por un largo rato inmerso en asuntos que le eran completamente ajenos. La lámpara ardía mal, y se levantó una vez para ajustar la mecha. El periódico, conforme Scully lo iba hojeando, crujía con un sonido lento y agradable. Entonces, de repente, escuchó unas terribles palabras:
-¡Haces trampas!
Semejantes escenas demuestran a menudo que el entorno pocas veces es el que determina una atmósfera. Cualquier habitación puede presentar un aspecto trágico; cualquier habitación puede ser cómica. Esta pequeña guarida era ahora tan espantosa como una cámara de torturas. Eran las nuevas caras de los hombres las que la habían transformado en un instante. El sueco agitaba un puño enorme frente a la cara de Johnnie, mientras éste miraba impasible por encima del mismo a las órbitas llameantes de su acusador. El tipo del Este había palidecido; la mandíbula del vaquero se había desplomado con esa expresión de asombro bovino que era una de sus principales peculiaridades. Después de esas palabras, el primer sonido en la habitación lo provocó el periódico de Scully conforme caía flotando, olvidado, a sus pies. Sus gafas también habían caído de su nariz pero en un acto reflejo las había salvado al vuelo. Su mano, sujetando las gafas, permanecía torpemente suspendida y cerca de su hombro. Miraba fijamente a los jugadores de cartas.
El silencio tal vez duró un segundo. Entonces los hombres se movieron tan rápidamente que incluso si el suelo hubiera sido apartado bajo sus pies, no hubiesen podido ir más deprisa.Los cinco se habían lanzado de cabeza hacia el mismo punto. Pero Johnnie, al levantarse para lanzarse contra el sueco, habían tropezado levemente a causa de su curiosa e instintiva preocupación por las cartas. Aquel momento perdido proporcionó a Scully el tiempo suficiente para llegar; y al vaquero para proporcionar al sueco un gran empujón que le mandó hacia atrás, tambaleante. Los hombres empezaron a discutir y de sus gargantas salieron súplicas y ásperos gritos de rabia o miedo. El vaquero empujó y sacudió febrilmente al sueco mientras el tipo del Este y Scully se aferraban salvajemente a Johnnie, pero a través del humo, por encima de los cuerpos convulsos de los pacificadores, los ojos de los dos guerreros se buscaban sin cesar con miradas de desafío, vehementes y aceradas.
Por supuesto, la tabla había volcado y ahora toda la baraja de cartas estaba esparcida por el suelo, donde las botas de los hombres pisaban a unos reyes y reinas dibujados mientras estos observaban con sus necias miradas la batalla que se libraba sobre sus obesos cuerpos.
La voz de Scully dominaba sobre los gritos.
-¡Deténganse! ¡Deténganse, les digo! Deténganse de una vez...
Johnnie gritaba mientras luchaba por traspasar la línea formada por Scully y el tipo del Este.
-¡Dice que he hecho trampas! ¡Dice que he hecho trampas!¡No permitiré que nadie me llame tramposo! ¡Si me llama tramposo es un...!
El vaquero le decía al sueco:
-¡Basta ya! ¡Basta le digo...!
Los gritos del sueco no cesaban:
-¡Ha hecho trampas! ¡Le he visto! Le he visto...
Por su parte, el hijo del Este se estaba quejando, pero nadie le atendía.
-Esperen un momento, ¿de acuerdo? Esperen un momento. ¿Van a pelearse por una partida de cartas? Esperen un momento...
Con tal alboroto no se oían frases completas:
-Tramposo...
-Déjelo...
-Dice...
Aquellos fragmentos perforaban aquel barullo incisivamente, Era notable el hecho de que, si bien Scully era el que sin lugar a dudas hacía más ruido, era el que menos se oía en aquella algarabía.
Y de repente todo cesó en un instante. Era como si cada hombre se hubiera detenido para respirar; la ira de aquellos personajes seguía inflamando la habitación, pero estaba claro que no había peligro de conflicto inmediato. Johnnie se abrió paso hacia adelante al momento y casi logró enfrentarse con el sueco.
-¿Por qué ha dicho que hacía trampas? ¿Por qué ha dicho que hacía trampas?¡Yo no hago trampas, y no dejaré que nadie diga eso!
El sueco dijo:
-¡Te he visto! ¡Te he visto!
-¡El que diga que hago trampas tendrá que pelear conmigo! -gritó Johnnie.
-No, ni hablar -dijo el vaquero. Aquí no.
-Vamos, estaos quietos, ¿de acuerdo? -dijo Scully interponiéndose.
La calma era suficiente para que se oyera la voz del tipo del Este. Repetía:
-Esperen un momento, ¿de acuerdo? ¿Van a pelearse por una partida de cartas? ¡Esperen un momento!
Johnnie, con su cara enrojecida tras el hombro de su padre, se dirigió otra vez al sueco:
-¿Ha dicho que hago trampas?
El sueco mostró los dientes.
-Sí.
-Pues debemos pelear -dijo Johnnie.
-¡Sí, pelear! -rugió el sueco.
Parecía estar endemoniado.
-¡Sí, pelear! ¡Te enseñaré que clase de hombre soy! ¡Te enseñaré con quien quieres pelear! ¿Acaso crees que no sé pelear? ¿Acaso crees que no sé? ¡Te enseñaré, gamberro, listillo! ¡Sí, eres un tramposo! ¡Tramposo! ¡Tramposo!
-Pues vamos allá entonces, amigo -dijo Johnnie tranquilamente.
La frente del vaquero estaba cubierta de sudor a causa de sus esfuerzos para interceptar toda clase de ataques. Se volvió desesperado hacia Scully.
-¿Y ahora que piensa hacer?
Los rasgos célticos del anciano se habían alterado. En aquel momento parecía muy animado; sus ojos brillaban.
-Dejaremos que se peleen -contestó resueltamente-.Ya no lo puedo soportar. He aguantado a este maldito sueco hasta reventar. Dejaremos que se peleen.
Relacionado;
Stephen Crane, El hotel azul, El Mundo, 1998
Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, Seix Barral, 2021
Paul Theroux, La sombra de Naipaul.Ediciones B,2002
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