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EL HOMBRE QUE RÍE/ I
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches, el Jefe era John Gedsudki, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho en la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseo hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en le autobús -a puñetazos o a gritos estridentes- por los asientos más cercanos al Jefe. ( El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales -los mejores de todos- que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía la autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de "El hombre que ríe". Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. "El hombre que ríe" era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el "hombre que ríe" había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de ese singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el "hombre que ríe" respiraba, la abominable, siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa.Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda.
(continuación)
EL HOMBRE QUE RÍE II
.EL HOMBRE QUE RÍE III
EL HOMBRE QUE RÍE y IV
Para celebrar el noventa cumpleaños de J.D. Salinger, uno de los autores preferidos de muchos lectores a los que conquistó pronto con El Guardián entre el centeno, (1951), o con cuentos breves como -el preferido del blog- Para Esmé con amor y sordidez...-, como . recuerdo y homenaje a ese ser extraño y huidizo y a pesar de ello cercano.
EL HOMBRE QUE RÍE/ I
En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como Club de los Comanches.Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decidídamnete atléticos, íbamos a Van Cortlandt, donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra mejestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches, el Jefe era John Gedsudki, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho en la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseo hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en le autobús -a puñetazos o a gritos estridentes- por los asientos más cercanos al Jefe. ( El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales -los mejores de todos- que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía la autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de "El hombre que ríe". Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. "El hombre que ríe" era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el "hombre que ríe" había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de ese singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el "hombre que ríe" respiraba, la abominable, siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa.Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda.
(continuación)
EL HOMBRE QUE RÍE II
.EL HOMBRE QUE RÍE III
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