14 enero, 2021

Según "El sacrificio de Isaac" de Caravaggio, de Rachel Cusk





El número de La revista Granta de 2003  dedicado a Los mejores novelistas jóvenes Británicos es un compendio de cuentos de escritores en lengua inglesa. Es el caso de  Rachel Cusk (Canadá. 1967) autora hasta 2003 de cuatro  novelas y merecedora de dos premios.
                      
Según El sacrificio de Isaac de Caravaggio es una buena presentación para  una escritora que desde las resonancias del  título bíblico sabe despertar  ecos  inesperados  utilizando con  precisión y sutileza  pensamiento y emoción  para  construir un relato extraordinario. 

 
Según "El sacrificio de Isaac" de Caravaggio

Caravaggio, El sacrificio de Isaac, h1601, ól/lz,104 x 135 cm. Uffizi, Florencia
              


Una de las cosas propias de tener hijos es esa sensación que te producen, es decir, que lo saben todo de ti. Es como si vinieran de dentro de ti y allí dentro lo hubieran mirado todo con gran detenimiento. Mi hijo Ian me produce esa sensación. A menudo lo sorprendo mirándome cuando estoy de espaldas, como si estuviera leyendo algo de contenido privado, íntimo incluso. Entonces me da por pensar que lo sabe, que lo ha descubierto, aun cuando llegado el caso yo no tengo nada que ocultar. ¿Es que tengo monos en la cara?, le digo, o algo así, y cuando se ríe compruebo que aun no es más que un niño y yo un hombre hecho y derecho, aun cuando un minuto antes ese detalle no estaba nada claro. Parecerá que tiene gracia, pero es fácil olvidarse de lo mucho que de uno dependen los propios hijos. Para ellos es importante que no pierda uno autoridad. Cuando pasamos una mala racha, mi mujer me dijo que un buen día él me lo iba a agradecer, y más en esos momentos extraños que tanto parecen acercarse a la verdad, sólo que yo no alcanzo a creerme que tal vez tenga toda la razón. Cuando Ian era un bebé lo operamos de fimosis. A mi mujer le pareció más higiénico. A mí no me gustó la idea, pero Sally me aseguró: no se acordará, los niños pequeños no se acuerdan de las cosas. Ella es así: no deja que esas cosas la inquieten.

Sueño a veces con Ian, no el mismo sueño, sino sueños distintos, aunque vienen a ser bastantes similares. Por ejemplo, estamos los dos subiéndonos a un tren y yo lo coloco con todas nuestras maletas y entonces me bajo, porque tengo que comprar un periódico o algo así, y acto seguido descubro que el tren se ha puesto en marcha y me he quedado en el andén  y Ian me mira por la ventana según se aleja. Si no, tengo un sueño entero sobre otra cosa completamente distinta, y entonces me doy cuenta de que en todo momento estaba soñando, y que en realidad debía estar cuidando de él, cuando resulta que no sé dónde está. Mi madre se olvidó de mí una vez en un autobús cuando yo apenas sabía gatear. Éramos tantos hermanos que siempre se olvidaba de alguno. Recorrí Londres de punta a punta, en el 73, llorando a moco tendido. Y te parecerá que te quería abandonar, ¿no?, me dijo después. Pero no te ha pasado nada ¿eh? Igualita que Sally, la verdad. Siempre he intentado tratar a Ian de forma diferente, pero a veces me pregunto  si no fue eso lo que de entrada sirvió para que todo se torciera, y me da por pensar que si hubiera sido como Sally o como mi madre nada de lo ocurrido habría llegado a suceder. Lo que intento decir es que querer a Ian me llevó a esperar más de la vida. Me hizo pensar que había cosas mejores, y que había que conseguirlas.

Nada más nacer él comencé a mirar cuadros. Después de lo que sufrió en el parto, Sally era incapaz de soportarlo cerca de ella. Su llanto la hacía enloquecer; aunque estuviera en la última punta de la casa, lo oía llorar y se volvía loca. Yo no sabía qué pensar, aquello era totalmente impropio de ella. Al final, tuve que pedir la baja en el trabajo sin derecho a paga. Me lo llevaba a la calle y echaba a nadar con él por todo Londres, y así fue como entré por primera vez en una galería de arte. Iba a pasar de largo cuando me fijé en un gran cartel que anunciaba una exposición, y la imagen se me quedó prendida. Era una imagen en la que una mujer sostenía un bebé. No tenía en ese momento ni idea de qué era, pero sólo con mirarla empecé a sentir algo, Sally en casa estando como estaba, así que decidí entrar. Lo que más me sorprendió fue la cantidad de gente que había dentro, a las diez de la mañana de un martes, mirando los cuadros como si tal cosa, cuando deberían haber estado en el trabajo. Al menos eso fue, supuse, lo que debía pensar: ya se sabe, vaya atajo de vagos, qué panda de gorrones con ínfulas de artistas. Pero no fue eso lo que pensé. Empecé a pensarlo, pero no seguí por ese camino. Fue en parte por Ian. Estaba dormido en la sillita, pero el hecho de que estuviera allí era una especie de pasaporte, un puente hacia otro lugar. Me pareció perfecto estar allí con él. Era una exposición de arte renacentista, pero ya digo que no tenía ni idea, de modo que me limité a entrar y echar un vistazo, teniendo en todo momento esa sensación de que existía otra cara de la vida. Podría decirse que fue como un llamamiento. Si me pongo a repasar cómo fue ese día, ahora me doy cuenta de que tal vez estuviera algo confuso. Con Sally tenía los días contados: creo que mentalmente había empezado  a tratar de desgajarnos, a mí y a Ian, de ella. Cuando pensaba en "nosotros", en realidad pensaba en Ian y en mí. Y me preocupaba ese pensamiento , aunque al contemplar los cuadros las imágenes me decían que no me preocupase: me decían que todo estaba en orden. Si no suena demasiado idiota, diría que me mostraban toda su simpatía.

En cualquier caso, ese fue el principio. Conocí a Gerte poco después, cuando me apunté a las clases nocturnas de historia del arte que impartía ella. Para entonces, Ian tenía tres años. Yo estaba un tanto atascado. Me había formado unas cuantas ideas sobre sobre el arte, pero no habían desembocado en nada concreto, al parecer. Aún tenía mi trabajo, aun cuando al volver al tajo después de que Sally se encontrase mejor  ya había decidido que era mejor dejarlo. Desde el primer momento, nada más volver, fui consciente de que no iba a poder soportarlo, sabía que no había cambiado, y todos los días que pasé allí fueron como días en los que me habían puesto unos zapatos dos números menores que el mío, ese calambre, ese pellizco, esa tortura constante que se siente, hasta que llegas a un punto en que ya sólo atinas a pensar en quitártelos cuanto antes. A pesar de todo seguí en el trabajo. Me faltó la valentía para dejarlo. No tenía suficiente confianza en mí mismo, sólo me alimentaba la insatisfacción. Empecé a ver a Gerte para que me diera la confianza suficiente y salir adelante. Una vez me sentí elegido por ella, creí que podría hacer cualquier cosa que me propusiera. Rememoré todo lo que había vivido hasta entonces y me dije: ¿cómo has podido hacer tal y tal cosa, cómo has sido tan normal, tan anodino, tan gris? Me sentí avergonzado, tuve vergüenza de Sally, de nuestra casa y de todo lo que contiene, de nuestros amigos, de las cosas de las que hablábamos. Lo único que no me dio vergüenza fue Ian. Ya digo, él era mi pasaporte. Él era lo que me hacía digno de algo. Cuando Gerte me eligió, en mi interior supe que de alguna manera él era la razón: no porque ella amase al pequeño, que no era el caso, sino porque yo si que lo amaba.

Gerte era alemana. Daba clases de historia del arte en una universidad en Alemania, había viajado a Inglaterra para pasar un año  en un programa de intercambio. Era todo lo contrario de Sally: tenía buena educación, era delicada, hermosa. Tenía una cara propia de uno de los cuadros de los que hablaba, de Giotto, de Bellini. Cada vez que la miraba a la cara me invadía esa sensación, la sensación de que todo saldría bien. Desde el primer momento estuve obsesionado con ella. Lo más gracioso es que nunca tuve la sensación de serle infiel a Sally, ni siquiera cuando de hecho lo fui. Gerte era mejor que Sally: así de simple. Yo estaba aprendiendo cosas sobre el gusto, la belleza, el valor; aprender todas esas cosas justificaba lo que sentía por Gerte. Fue así de sencillo, aunque hubo otras cosas que nada tienen que ver con el gusto, la belleza y el valor. Eso fue lo que no acerté a ver: nunca llegué a verlo, ni siquiera cuando me encontré ante la puerta de casa con las maletas hechas.

Gerte se dirigió a mí al término de la tercera clase. Me miras tantísimo, dijo, que a este paso me vas a desgastar la cara. Lo dijo así y echó a caminar con mucha ligereza, como un fantasma, dejando la puerta meciéndose tras ella sobre sus bisagras. El significado de ese momento, de sus palabras, de su mirada, de la puerta que se mecía, pareció alcanzarme hasta la raíz misma de mi vida. Sentí que toda mi existencia había sido y sería un marco para ese instante, tal como existe un estanque para el guijarro que se arroja, lleno de pulsaciones y de ondas mucho después de que el guijarro haya desaparecido. Me estremecí de la misma manera; noté que una fuerza me atravesaba. Pensé que algo tenía que significar, pero ahora me doy cuenta de que fue un gesto descuidado, al azar, un comentario al desgaire que de algún modo no supe cómo tirar a la papelera de lo pasajero. Gerte aún no había descubierto en mí nada que quisiera de verdad. Yo aún no había despertado en ella el deseo de de conquistar de poseer. Cuando le propuse invitarla a tomar algo, a la semana siguiente, pareció sorprendida. Yo estaba como una brújula enloquecida, febril, hipersensible, vibrando a cada cosa que hiciera o dijera ella, mientras ella parecía sólida, fija, decidida. En el pub me hizo un montón de preguntas, como suele hacer alguien cuando está aburrido. Le conté muchas cosas; al final le hablé de Ian. Me acuerdo de la cara que puso, como si algo hermoso y excepcional, algo muy valioso, acabara de llamarle poderosamente la atención. Lo amas, dijo. Sí, respondí. Más que a nadie en el mundo. Pensé que estaría bien decirle eso justamente a ella, pero me invadió en el pecho una sensación de opresión, como la que se me ponía de niño cuando hacía alguna cosa que sabía  que no estaba nada bien. 

A lo largo de las semanas que siguieron me acostumbré tanto a esa sensación que dejé de percibirla: pasó a ser parte del ambiente, del tiempo que pasaba con Gerte, terminó por ser indiscernible del amor. ¿Por qué no te puedes quedar?, me decía a oscuras, cuando me levantaba de su cama para vestirme. Ya sabes por qué, decía yo. Y ella pronunciaba en un suspiro el nombre de mi hijo y a mí se me desbocaba el corazón. A veces me hablaba de Alemania y de la vida que allí podría llevar con ella, cosa que me hacía muy feliz; me llegué a formar mentalmente una especie de cuento, de modo que durante un tiempo tuve dos vidas, una real, otra posible. Que esas posibilidades se adhirieran a mí me colmaba de asombro y de miedo. Sin ellas me sentía como si me fuera a morir. Cuánto me quieres , me decía, y como yo tenía la certeza de Ian, pero no la suya, pensaba que podría abarcarlo a él en mí mismo, que podría hablar en su nombre tanto como en el mío. Más que a nada en el mundo , le decía.

O él o yo: así me lo dijo al final. Si me amaras, renunciarías a él Entonces si que estaría segura de que me amas. Estaba a punto de volverse a Alemania. Es que no me lo puedo llevar, le dije. Si no lo hicieras, nunca llegaría a saber, me dijo, a quién amas más de los dos. Así es el amor cuando no hay certezas. Sally sabe de certezas. Ella misma llamó al taxi para que me llevase al aeropuerto. Cuando me fui, Ian lloraba; salió corriendo de la casa, se me abrazó a la pierna. Tuve que cogerlo en brazos y llevarlo dentro, sin que parase de chillar. Ve con mamá , le dije, pero no quería, tuve que forzarlo a soltarme, cerrar la puerta delante de él. Ahora cuando me mira de esa manera tan rara, en el fondo siempre pienso que es porque se acuerda de aquella noche. No podría, claro está: tal como fueron las cosas es imposible que notara ninguna diferencia. Recuerdo la cara de Gerte en el aeropuerto, iluminada de contento al verme allí, de modo que no pude entender lo que dijo, tuvo que repetírmelo varias veces seguidas. ahora ya sé lo que me dijo. Ahora puedes volver a casa con tu hijo. Ve, vuelve a casa. Y lo hice. Sally aún estaba en el vestíbulo. Fue entonces cuando dijo que un buen día Ian me lo iba a agradecer. Eres un hombre bueno, Alan, me dijo.

Traducción de Carlos Martínez-Lage    





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