César Aira deja fluir una historia en torno al pintor cargada de humor y de ironía y sostenida con su habitual talento.
PICASSO
Todo empezó el día en que el genio salido de una botella de leche mágica me preguntó qué prefería: tener un Picasso, o ser Picasso. Podía concederme cualquiera de las dos cosas, pero, me advirtió, sólo una de las dos. Tuve que pensarlo un buen rato; o mejor dicho, me obligué a pensarlo. El folklore y la literatura están llenos de cuentos de codiciosos atolondrados castigados por su precipitación, tanto que es como para pensar que esa oferta de dones siempre esconde una trampa. No hay bibliografía ni antecedentes serios en los que basarse para decidir, porque esas cosas sólo pasan en cuentos o chistes, no en la realidad, de ahí que nunca nadie lo haya pensado seriamente; y en los cuentos siempre hay trampa, de otro modo no tendría gracia y no habría cuento. Todo el mundo debe de haberlo pensado alguna vez, pero en secreto. yo mismo lo tenía bien meditado, pero en el formato de "los tres deseos", que es el clásico. Esta alternativa ante la que me ponía el genio era tan insólita, y uno de sus lados tan definitivo, que lo menos que podía hacer era sopesarla.
Extraña pero no intempestiva; al contrario, muy oportuna. Yo salía del Museo Picasso, en plena euforia de una admiración desorbitada, y en ese momento no se me podía haber ofrecido otra cosa, otras dos cosas, que me tentaran tanto. De hecho, todavía no había salido. Estaba en el jardín del museo, y me había sentado en una de las mesitas al aire libre, después de comprar en el bar una botellita plástica de esa Magic Milk que veía consumir a los turistas por todas partes. Era (es) una tarde perfecta de otoño, de luz suave, aire templado, todavía lejos del crepúsculo. Había sacado del bolsillo mi libreta y la lapicera, para tomar algunas notas, pero en definitiva no escribí nada.
Trataba de ordenar mis ideas. Me repetía en silencio las palabras del genio: ser Picasso o tener un Picasso. ¿A quién no le gustaría tener un Picasso? ¿Qué otro destino individual, en la historia moderna, era tan deseable? Ni siquiera los privilegios del mayor poder temporal podían comparársele, porque estos estaban amenazados por la política o la guerra, mientras que el poder de Picasso, sublimando el de cualquier presidente o rey, estaba libre de problemas. Cualquiera en mi lugar se inclinaría por esta segunda alternativa, que incluía a la primera; la incluía no sólo porque Picasso podía pintar todos los Picasso que quisiera sino también porque es bien sabido que él había conservado muchos de sus cuadros, y de los mejores (el museo que acababa de recorrer se había formado con su colección personal de su propia obra), ya hasta había vuelto a comprar en su madurez cuadros que había vendido de joven.
Claro que esta inclusión no agotaba, ni de lejos, las ventajas de una transformación del artista: el "ser" iba mucho más allá del "tener", se extendía sobre las dichas proteicas de la creación, hasta un horizonte inimaginable. Porque "ser Picasso" después y más allá de lo que hubiera sido el verdadero Picasso, era ser un Superpicasso,, un Picasso elevado a la potencia de la magia o el milagro. Pero yo conocía a mis genios (je m'y connaissais en fait de génies) y pude adivinar perfectamente que no era tan simple. Había motivos para vacilar, y hasta para retroceder horrorizado. Para ser otro hay que dejar de ser uno mismo, y nadie consiente de buena gana a esta renuncia. No es que yo considerara más valiosa mi persona que la de Picasso, ni más sana o más capaz de enfrentar la vida. Sabía, por las biografías, que él había sido bastante perturbado; yo lo era más, así que cambiándome a él ganaría un margen de salud mental. Pero un largo trabajo de toda mi vida me había llevado al punto de hacer las paces con mis neurosis, miedos, angustias y otros impedimentos, o al menos tenerlos a raya, y nadie me aseguraba que esa cura a medias serviría con los problemas de Picasso. Ése más o menos fue el razonamiento que hice, no con palabras sino a golpes de intuición.
En el fondo la situación era un caso extremo de la problemática de la identificación, que va más allá del maestro de Málaga ya que se plantea ante cada artista admirado o venerado o estudiado. Va más allá, pero al mismo tiempo se queda en Picasso. La identificación es una de esas cosas que no se pueden generalizar. No hay identificación en general, como concepto, , sino que la hay en particular con esta o aquella figura. Y si esa figura es Picasso, como lo es, entonces no hay ninguna otra. El concepto se invierte sobre sí mismo, como si dijéramos (pero es una manera burda de decirlo) que no se trata de la "identificación con Picasso" sino de "el Picasso de la identificación".
De pocos hombres se ha escrito tanto; todos los que tuvieron algún contacto con él dejaron testimonios, anécdotas, retratos. Es casi inevitable encontrar ahí algún rasgo que coincida. Por ejemplo, cuentan que tenía problemas con la acción. Veía un papel tirado en el suelo del estudio, y le molestaba, pero no lo recogía, y el papel podía quedar meses tirado en ese sitio. A mí me pasa exactamente lo mismo. Son como pequeños tabúes incomprensibles, parálisis de la voluntad, que me impiden hacer algo que quiero hacer, y me lo siguen impidiendo indefinidamente. La sobrecompensación correspondiente es la producción frenética de obra, como si pintando cuadro tras cuadro ese papel fuera a levantarse solo.
Sea como sea, de lo que no podía dudar era de la continuidad de la producción, a través de todas las transmigraciones. Picasso no era Picasso sino en tanto pintor, de modo que siendo Picasso yo podía pintar todos los Picassos que quisiera, y venderlos y ser rico, y eventualmente (dado que los ricos hoy en día lo pueden todo) dejar de ser Picasso si me sentía aprisionado en una vida que descubría que no me gustaba. Por eso dije que el don de "ser" incluía el de "tener".
Picasso (el histórico) dijo una vez: "Querría ser rico para vivir tranquilo, como los pobres". Aun dejando de lado la ilusión de que los pobres no tienen problemas, en la frase hay algo extraño: él ya era rico y muy rico. Pero no tanto como lo habría sido hoy, treinta años después de su muerte, con la valorización de sus cuadros. Es sabido que los pintores tienen que morirse, dejar de producir, para que sus cuadros se hagan realmente valiosos. De modo que entre "ser Picasso" y "tener un Picasso" había un abismo económico, como lo había entre la vida y la muerte. Habría que interpretar esa frase, más allá de su ingenio facilongo, como una profecía de la situación en la que me ponía el genio, como un mensaje de ultratumba que me dirigía desde el pasado, sabiendo que mi máxima aspiración era una vida realmente tranquila, sin problemas.
Pero con los precios actuales, y con la relativa modestia de mis ambiciones, con sólo un cuadro me bastaba para ser rico y vivir en paz, dedicado ala creación novelesca, al ocio, ala lectura...Mi decisión estaba tomada. Quería un Picasso.
No bien lo hube pensado, el cuadro apareció sobre la mesa, sin llamar la atención de nadie porque en ese momento los ocupantes de las mesas vecinas se habían levantado y se alejaban, y los demás daban la espalda, lo mismo que las chicas del bar. Contuve la respiración , pensando: Es mío.
Era espléndido, un óleo de los años treinta, de tamaño mediano. Me sumí en su contemplación, largo rato. A primera vista era un caos de figuras dislocadas, en una superposición de líneas y colores salvajes pero intrínsecamente armónicos. Lo primero que aprecié fueron las bellas asimetrías que saltaban al encuentro de la mirada, se escondían, volvían a aparecer desplazadas, volvían a ocultarse. El empaste, la pincelada (estaba pintado alla prima) exhibían con imperioso desenfado esa seguridad que sólo un virtuosismo olvidado se sí mismo puede alcanzar. Pero los valores formales no hacían más que invitar a una exploración del contenido narrativo, y éste empezó a revelarse poco a poco, como jeroglíficos. El primero fue una flor, una rosa carmesí, asomando de la multiplicación de sus propios planos cubistas, que eran los pétalos; enfrentado, en espejo, un jazmín en blancos virginales, renacentistas salvo por las volutas en ángulos rectos de sus zarcillos. En la habitual colisión picassiana de figura y fondo, hombrecitos moluscos y hombrecitos chivos llenaban el espacio, con sombreros emplumados, jubones, calzas, o bien armaduras, gorros de cascabeles de bufón, también alguno desnudo, enanos y barbudos; era una escena de corte, y la figura que la presidía tenía que ser la reina, a juzgar por la corona, la reina monstruosa y desvencijada como un juguete roto; pocas veces la torsión del cuerpo femenino, uno de los rasgos más característicos de Picasso, había sido llevada a semejante extremo. Piernas y brazos le salían por cualquier parte, el ombligo y la nariz se perseguían por la espalda, los rasos multicolores del vestido se le incrustaban en el molinete del torso, un pie calzado en un zapatón de taco saltaba al cielo...
El argumento se me apareció de pronto. Estaba ante la ilustración de una historia tradicional española, menos una historia que un chiste, y de los más primitivos y pueriles; al artista debió de volverle desde el fondo de la infancia. Se trataba de una reina coja, que no sabía que lo era, y a la que sus súbditos no se atrevían a decírselo. El ministro del Interior ideó al fin una estratagema para enterarla con delicadeza. Organizó un certamen de flores, en el que competían con sus mejores ejemplares todos los jardineros del reino. Cumplido por los jurados especializados el trabajo de selección, quedaron como finalistas una rosa y un jazmín; la decisión final, de la que saldría la flor ganadora, sería de la reina. En una ceremonia de gran aparato, con toda la corte presente, el ministro colocó las dos flores frente al trono, y dirigiéndose a su soberana con voz clara y potente dijo: "Su Majestad, escoja".
El tono humorístico de la conseja se traducía en el abigarrado tejido de cortesanos boquiabiertos, el achaparrado ministro con el dedo índice (más grande que él) levantado, y sobre todo la reina, hecha de la intersección de tantos planos que parecía sacada de una baraja doblada cien veces, desmintiendo la probada verdad de que un papel no puede plegarse sobre sí mismo más de nueve veces.
Algunos puntos eran intrigantes, y le daban espesor a la iniciativa picassiana de llevar la historia a la imagen. El primero de ellos era el hecho de que la protagonista fuera renga y no lo supiera. Uno puede ignorar muchas cosas de sí mismo, por ejemplo, sin ir más lejos, puede ignorar que es un genio, pero es difícil concebir que no advirtiera un defecto físico tan patente. La explicación puede estar en la condición de reina de la protagonista, es decir su condición de Única, que le impediría usar los paradigmas físicos de la normalidad para juzgarse.
Única, como había sido único Picasso. Había algo autobiográfico en el cuadro, como lo había, antes, en la elección de un chiste infantil que seguramente había oído de boca de sus padres o de sus condiscípulos en la escuela; y antes aún, estaba el uso de su lengua materna, fuera de la cual el chiste no tenía ni gracia ni sentido. Para la fecha del cuadro Picasso llevaba treinta años en Francia, a cuya cultura y lengua ya estaba completamente asimilado; que recurriera al castellano para dar la clave sin la cual una obra suya se hacía incomprensible era, por lo menos, curioso. Quizás la Guerra Civil española había reactivado en él una célula nacional, y este cuadro era una suerte de homenaje secreto a su patria desgarrada por el conflicto; quizás, hipótesis que no excluía la anterior, un recuerdo infantil, en la forma de una deuda a pagar cuando su arte hubiera llegado al estado de poder y libertad que lo hiciera posible, estaba en el origen de la obra. Después de todo, para esa época Picasso se había coronado como el pintor por excelencia de las mujeres asimétricas; introducir el rodeo lingüístico para la lectura de un cuadro era una torsión más a que las sometía, y lo hacía con una reina para certificar la importancia capital que le daba a la maniobra.
Una tercera hipótesis, que estaba en otro plano respecto a las anteriores, debía tomar en cuenta la procedencia sobrenatural del cuadro. Nadie había sabido de él (hasta hoy) y su naturaleza de enigma y secreto se había mantenido intacta hasta materializarse ante mí, un hispanoparlante, escritor argentino, adicto a Duchamp y Roussel.
Fuera como fuera se trataba de una pieza única, singular aun dentro de la producción de un artista en el que la singularidad era la regla; no podía menos que aspirar a un precio récord. Antes de internarme en una de mis habituales ensoñaciones sobre la prosperidad futura, me deleité un poco más en la contemplación de la obra maestra. Lo hice con una sonrisa. Esa reinita chueca, que había que rearmar a partir de un remolino de miembros entremezclados, era conmovedora, con su cara de galleta, una vez que uno le encontraba la cara, con su corona de papel dorado de chocolatín y sus manos de títere. Ella era el centro, aunque de un espacio en el que no había centro. La ronda de cortesanos, una verdadera corte de los milagros pictóricos, estaba pendiente de su elección; la fugacidad de las flores recordaba el tiempo, que para ella no era tiempo extenso sino el instante de comprender, de hacerse cargo, al fin, después de toda una vida de ilusión. Una versión más cruel del mismo chiste podía decir que la reina siempre había sabido que era coja (¿cómo iba a ignorarlo?),pero la buena educación había impedido que nadie hablara de los que ella prefería no hablar; y entonces sus ministros habían hecho una apuesta, que ganaría quien se atreviera a decírselo en la cara. Era una versión más realista, pero no la que había quedado registrada en la pintura. A esta reina nadie la haría objeto de una broma, nadie se burlaría de ella. La querían y querían que supiera. Era ella la que debía oír y entender el mensaje oculto ("es coja"), y entonces, en una iluminación, entendería de pronto por qué el mundo se balanceaba cunado ella caminaba, por qué el ruedo se sus vestidos era en diagonal, por qué el gran chambelán se apresuraba a darle el brazo cada vez que tenía que bajar una escalera. Habían recurrido al lenguaje de las flores, eterno vehículo de los mensajes de amor. Porque ella debía elegir la flor más bella del reino, exactamente como yo había debido elegir entre los dones que me ofrecía el genio...
En ese momento yo también tuve mi iluminación, y la sonrisa se me congeló en la cara. No pude explicarme cómo no se me había ocurrido antes, pero no tenía importancia: se me ocurría ahora y con eso bastaba. La angustia de un problema sin solución me envolvió, como sucede en las pesadillas. Seguía dentro del museo; tarde o temprano tendría que irme, mi vida de rico no podía empezar sino afuera. ¿Y cómo salir del museo Picasso con un Picasso bajo el brazo? 13 noviembre de 2006
César Aira, Relatos reunidos, Literatura Random House, 2017