03 diciembre, 2020

Navidad 2020 con Joseph Brodsky Botticelli y Bach

Sandro Botticelli, Anunciación, 1481 (det.) fresco

 



UNO DE ENERO DE 1965

Los Reyes Magos olvidarán tu dirección.
No habrá estrellas sobre tu cabeza.
Acaso sólo el ronco bramido del viento
entiendas como en otros tiempos.
A tus hombros cansados les quitarás la sombra,
cuando apagues la vela, antes de acostarte,
pues el calendario nos promete 
más días que velas.

¿Qué es esto? ¿Tristeza? Tal vez sea tristeza.
Una canción que te sabes de memoria.
Que se repite. Pues que se repita.
Que se repita desde ahora.
Que suene también a la hora de la muerte,
como gratitud de labios y ojos,
hacia lo que, a veces, nos obliga
a perder la mirada en la lejanía.

Y mirando en silencio al techo,
porque el calcetín, claro, está vacío,
comprenderás que la avaricia sólo es garantía
de que eres demasiado viejo.
De que ya es tarde para creer en milagros.
Y alzando tu mirada al cielo,
sentirás de repente que tú mismo
eres un regalo sincero.

Enero de 1965

Joseph BrodskyPoemas de Navidad, Visor,2006

18 noviembre, 2020

Francisco Brines Premio Cervantes



El Cervantes 2020 hubiera podido ser -una vez más- para el poeta venezolano  Rafael Cadenas pero finalmente ha sido para el poeta español Francisco Brines.



                                                                
  
[En Florencia en la plaza de SS. Annunziata entre 1419 y 1427 Brunelleschi construyó el Hospital de los Inocentes, el hospicio de la ciudadEs ya un edificio del Renacimiento: horizontalidad, proporción, armonía, utilización de elementos  clásicos , distanciandose  de la anterior arquitectura gótica...En el pórtico  realiza un ejemplo visual de la  venerada perspectiva al colocar una sucesión de  cubos espaciales utilizando como módulo la separación entre las columnas y cubre los espacios creados con bóvedas vaídas.En  las enjutas de los arcos  los tondos de cerámica en azules y blancos de Luca della Robbia con imágenes de  recién nacidos,como los que acoge la institución.]
                                                                                    

 SS.Annunziata

                                   (Brunelleschi)


El aire de la plaza se entraba por los arcos, y salía con sol, 

y revoloteaba en las columnas, aligerando la escasa ropa de los niños, 

y después se acercaba silencioso a las fuentes, a sus tazas barrocas, para romper los surtidores, 

y dejaba alegría inocente en muchos rostros 

porque los novios, con sus trajes más largos, retrataban allí su día más feliz.

Se sucedían las parejas, los coches, y el sol de agosto era más fuerte,

y desmayaba el aire,

y en las enjutas de los arcos volvían a vestir los niños sus pañales,

y eran más numerosas cada vez.

Un caballero cabalga,feliz en la armonía de la plaza,

portador de palomas.[...]

De Palabras a la oscuridad [1966]



Viaje por el Nilo

                               A Octavio Paz


En el reposo de la luz los ibis
golpean el silencio,
y llevan al oasis la frescura del río.
Son grande flores blancas palpitando en las ramas,
son sus cuerpos las lentas alas puras de la vida.
Surge intacta la belleza del mundo,
eterna como el Tiempo, y Él descansa
en la contemplación ardiente de sí mismo.

Los hombres, en la orilla, hacen sueño la acción:
existen y se borran, son silencio.
Y aparece un muchacho que recoge las redes,
y luego soledad, 
y un hombre ha conciliado la sombra y el descanso,
se adentra en las palmeras un anciano y un asno, van pacientes, van pacientes,
y regresa una pausa,
chilla un ave (y se calla)
hay mujeres lavando, desde siglos,las ropas.
¿Es esto Realidad?Piensan los hombres
las cosas que ahora ven (como si acaso
ya de ellos no lo fueran).
No existe acción: sólo un vuelo de pájaros, y el descender del río.
La vela va en el cielo sin rasgarlo.

Los hombres sólo existen para ser contemplados por la mirada blanca de la luz,
y si mi oscuro y único ojo
ahora les contempla
es también contemplado.
Un sueño está soñando los sueños de los otros.
Y todo al fin será desvanecido.
Y ahora el Nilo, que es espejo de fuego, recuerda aquel sonar del vuelo de los ibis,
y unas voces cercanas e invisibles, han poblado las sombras de la orilla. Y envejezco.

También oigo cantar, en mis sordos oídos, los pájaros de luz que nunca han de nacer.
 
De El otoño de las rosas [1986]

Relacionado:



Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, antología poética, Galaxia Gutenberg, 2007

 

05 octubre, 2020

Guilliaume APOLLINAIRE doblemente retratado





Alberto Savinio (Andrea de Chirico) habla de Apollinaire y del retrato que su hermano el pintor  Giorgio de Chirico  hizo en 1913 al poeta y activista de vanguardias en un estilo que fue calificado de metafísico y tan onírico que anunciaba el surrealismo :
"Cuando lo conocí, Apollinaire vivía en 202 del Boulevard Saint-Germain".[...]"Al enrolarse como voluntario en Francia, Apollinaire se mereció por fin ese derecho a la nacionalidad francesa que hasta entonces se le había negado. Combatió primero como suboficial de Artillería, luego como oficial de Infantería. Los galones se los ganó sobre el campo de batalla. Herido en la cabeza, fue internado en el hospital italiano de Auteuil y trepanado por el doctor Palazzoli.Desde su cama del hospital bajo el camauro que tapaba el agujero del cráneo, Apollinaire pensaba en el "profético" retrato que Giorgio de Chirico le había hecho en 1913: ese retrato en que sobre un profundísimo verde el perfil del poeta se recorta en forma de blanco, con el cráneo perforado en el mismísimo punto donde tres años más tarde lo hirió la esquirla de granada."

                                Giorgio de Chirico, Retrato de Apollinaire, 1913, ól/lz, 

En el mismo texto  Savinio  traza otro  retrato- esta vez literario-  de Apollinaire, con  humor y  ligereza casi aéreas que  deja transparentar  admiración y emoción sinceras:

"Apollinaire había nacido en Italia. Le poète assasiné es en parte una autobiografía".[...] 
"De la madre polaca Apollinaire había tomado el apellido Kostrowitzky.Ésta había sido una gran mundana que, al apagarse hasta el último rasgo de su belleza, se enroló en las casas de juego como "ave de reclamo"[...] 
"Era parco en palabras y dejaba morir las frases. Su risa era infantil. A los petulantes los rebatía con una ignorancia inexpugnable. Un fulano le habla de Racine. Apollinaire abre de par en par los ojos, que recuerdan los del búho, y repite :"Racine? Vous avez bien dit Racine?", y mostrando un estupor cada vez mayor pide que le cuente quién es Racine , qué cosas ha hecho. Estaba provisto de una cultura amplísima, variada como las nubes, alejandrina y próxima a lo mistagógico."[...]

Antes ha referido los siete días que pasó en la cárcel el poeta acusado de haber robado la Gioconda del Louvre y cómo esa estancia en la cárcel le inspiró "uno de sus poemas más conmovedores: La Santé."

Y casi terminando Savinio recuerda que  en el otoño de 1918 después de la firma del armisticio Giuseppe Ungaretti regresa a París con un atado de puros que traía  a Apollinaire: "sube de cuatro en cuatro los siete tramos de escalera, la escalerita suplementaria...Era un día tremendamente caluroso" y Apollinaire acababa de morir.

                                  
[Apollinaire fue un precursor. Él utilizó por primera vez el término surrealismo entre otras muchas iniciativas creadoras. Ramón Gómez de la Serna supo valorar lo que el talento de Apollinaire tuvo de carga de profundidad en las transformaciones  culturales  y escribió sobre ello: 
"Es el poeta que menos murió al morir".  porque
"Murió después de haber dado permiso para lo imposible, después de haber aconsejado y escrito sobre la posibilidad de lo arbitrario que quedó desencadenado en el mundo e influyó en todos los destinos del arte contemporáneo. "]

 post relacionados:

Apollinaire y Rousseau
Apollinaire y Marie Laurencin en el taller de Picasso

Albero Savinio. Contad, hombres, vuestra historia, Siruela, 1991

26 julio, 2020

L.D.DOCTOROW /Vivir en Arizona





E.L.Doctorow (Nueva York, 1931-2015) es  otro novelista norteamericano con narraciones cortas  memorables.  
En  "El escritor de la familia",bajo  una sorprendente anécdota familiar,Doctorow desliza fragmentos, imágenes,  datos aparentemente sueltos, que finalmente  revelan al protagonista una biografía inesperada  del padre  muerto.







EL ESCRITOR DE LA FAMILIA


En 1955 murió mi padre y su anciana madre aún vivía en una residencia de la tercera edad. La mujer tenía noventa años y ni siquiera se había enterado de que él estaba enfermo. Temiendo que el disgusto la matase, mis tías le dijeron que se había trasladado a Arizona por su bronquitis. Para la generación inmigrante de mi abuela, Arizona era el equivalente en Estados Unidos a los Alpes, el lugar a donde uno iba por salud o, para ser más exactos, el lugar a donde uno iba si tenía el dinero necesario para ir. Dado que mi padre había fracasado en todos los negocios de su vida, ese fue el aspecto de la noticia en que se centró mi abuela, el hecho de que su hijo por fin había alcanzado cierto éxito. Y fue así como mientras nosotros, en casa, llorábamos su pérdida con una mano delante y otra detrás, mi abuela alardeaba ante sus amistades de la nueva vida de su hijo en el aire seco del desierto.
Mis tías habían decidido esa línea de acción sin consultarnos y eso suponía que ni mi madre ni mi hermano ni yo podríamos visitar a la abuela porque supuestamente nosotros, como familia que éramos, también nos habíamos trasladado al Oeste. A mi hermano Harold y a mí no nos importó: la residencia había sido siempre una pesadilla, con todos aquellos ancianos allí sentados mirándonos mientras intentábamos entablar conversación con la abuela. Ella tenía un aspecto espantoso, padecía un sinfín de males y se le iba la cabeza. No verla tampoco representaba una decepción para mi madre, ella nunca se había llevado bien con la vieja y no la visitaba  ni siquiera cuando aún podía. Pero lo molesto fue que mis tías habían actuado como era habitual en esa rama de la familia, ejerciendo la autoridad en nombre de todos: por un lado, ellas, las auténticas ciudadanas por lazos de sangre; por otro lado, los demás, ciudadanos inferiores por lazos matrimoniales. Era precisamente esta actitud la que había atormentado a mi madre durante toda su vida de casada. Sostenía que la familia de Jack nunca la había aceptado. Se había enfrentado a ellos durante veinticinco años como intrusa.

Pocas semanas después de nuestro duelo ritual, mi tía Frances nos telefoneó desde su casa de Larchmont. La tía Frances era la más rica de las hermanas de mi padre. Su marido era abogado y sus dos hijos estudiaban en Amherst. Había llamado para decir que la abuela preguntaba por qué no tenía noticias de Jack. Yo había atendido el teléfono. "Tú eres el escritor de la familia -dijo mi tía-. Tu padre tenía mucha fe en ti. ¿Te importaría inventarte algo. Envíamelo y yo se lo leeré a ella. No notará la diferencia."

Esa noche, en la mesa de la cocina, aparté mis deberes y redacté una carta. Intenté imaginar cómo habría respondido mi padre a su nueva vida. Él nunca había viajado al Oeste. Nunca había ido a ningún sitio. En su generación, el gran viaje era de la clase trabajadora a la clase profesional.Eso tampoco lo había conseguido. Pero adoraba Nueva York, la ciudad donde había nacido y vivido su vida, la ciudad donde siempre descubría cosas nuevas. Adoraba especialmente las zonas antiguas por debajo de Canal Street, donde encontraba proveedores de buques o empresas que comerciaban al por mayor con especias y té. Era vendedor al servicio de un mayorista de electrodomésticos, con clientes repartidos por toda la ciudad. Le encantaba llevar a casa quesos raros o verduras exóticas de otros países que se vendían sólo en  determinados barrios. Una vez llevó a casa un barómetro, otra vez un catalejo antiguo en un estuche de madera con cierre de latón.

"Querida mamá -escribí-. Arizona es un sitio precioso. Luce el sol todo el día y el aire es cálido, hacía años que no me sentía tan bien. El desierto no es tan yermo como podría pensarse sino que está lleno de flores silvestres y cactus y extraños árboles torcidos que parecen hombres con los brazos extendidos. Puedes ver a grandes distancias mires a donde mires y al oeste hay una cordillera, quizá a unos ochenta kilómetros de aquí pero por la mañana, cuando el sol la ilumina, se ve la nieve en sus picos."
   
Mi tía telefoneó al cabo de unos días y me dijo que fue al leer la carta en voz alta a la vieja cuando sintió el pleno efecto de la muerte de Jack. Tuvo que disculparse y salir a llorar al aparcamiento.
- No sabes cómo lloré -dijo-. Lo añoré tanto. Tienes toda la razón, le encantaba ir a sitios, le encantaba la vida, le encantaba todo.

Empezamos a intentar organizar nuestras vidas. Mi padre había pedido un préstamo a cuenta del seguro y quedaba muy poco. Se adeudaban aún ciertas comisiones pero no parecía que su empresa fuera a cumplir con su obligación. Quedaban un par de miles de dólares en una cuenta de ahorro de un banco que ahí tuvieron que dejarse hasta que se liquidara la herencia. El abogado que se ocupaba era el marido de Frances y era muy formal.
-¡La herencia!-exclamó mi madre entre dientes, gesticulando como si fuera a mesarse el pelo-.¡La herencia!
Solicitó un empleo a tiempo parcial en la oficina de ingresos del hospital donde se le había diagnosticado la enfermedad terminal a mi padre, allí había pasado unos meses hasta que lo enviaron a casa a morir. Ella conocía a muchos médicos  y otros empleados y se había familiarizado "por mi amarga experiencia", como les dijo, con la rutina del hospital. La contrataron.

Yo detestaba ese hospital. Era oscuro y lúgubre y estaba lleno de personas atormentadas. Me pareció un acto de masoquismo por parte de mi madre buscar trabajo allí,pero no se lo dije.
   
   Vivíamos en un apartamento en la esquina de la calle 165 con Grand Concourse, en la primera planta. Una habitación, salón y cocina. Yo compartía el dormitorio con mi hermano. Estaba abarrotado de trastos porque, cuando mi padre necesitó una cama de hospital, en los últimos años de su enfermedad trasladamos unos cuantos muebles del salón al dormitorio  le cedimos el salón a él.  Teníamos que sortear estanterías, camas, una mesa abatible, burós, un tocadiscos y una radio, pilas de discos de 78 r.p.m., el trombón y el atril de mi hermano y demás trastos. Mi madre siguió durmiendo en el sofá cama del salón que había sido la cama de matrimonio antes de enfermar mi padre. El salón y la habitación estaban comunicados por un estrecho pasillo, más estrecho aún debido a las estanterías adosadas a la pared. Al pasillo daban una pequeña cocina, una zona de comedor y un cuarto de baño. En la cocina había muchos electrodomésticos -grill, tostadora, olla a presión, lavavajillas con encimera, licuadora- que mi padre había conseguido por su trabajo aprecio de coste. Pero la mayoría de estos aparatos ni se estrenaban porque a mi madre no le interesaban. Los artefactos cromados con temporizadores o indicadores que requerían la lectura de complejas instrucciones no estaban hechos para ella. A ellos se debían en parte el horrendo desorden en nuestras vidas y ahora quería deshacerse de todos. "Nos están enterrando -decía-. ¿Quién los necesita?"

Así que acordamos tirar o vender todo lo que fuera superfluo. Mientras yo buscaba cajas para los electrodomésticos y mi hermano ataba las cajas con cordel, mi madre abrió el armario de mi padre y sacó su ropa. Tenía varios trajes, porque, como vendedor, necesitaba dar buena imagen. Mi madre quiso que nos probáramos los trajes para ver si alguno podía arreglarse y usarse. Mi hermano se negó a probárselos. Yo me probé una chaqueta, pero me venía grande. Noté frío en los brazos por el forro de las mangas y me llegó un vaguísimo olor a la existencia de mi padre.
-Esto me queda enorme -dije.
-No te preocupes -respondió mi madre-. Lo llevé a la tintorería. ¿Crees que te dejaría  ponértelo, si no?

Era de noche, a finales de invierno, y la nieve caía en el alféizar y se fundía al posarse. La bombilla del techo iluminaba una pila de trajes y pantalones de mi padre todavía en las perchas, echados sobre la cama, con la forma de un muerto. Nos negamos a probarnos nada más y mi madre rompió a llorar.
-¿Por qué lloras? -preguntó mi hermano levantando la voz-. Querías tirar cosas, ¿no? 

Al cabo de unas semanas, mi tía volvió a telefonear y dijo que, en su opinión, ya hacía falta otra carta de Jack. La abuela se había caído de una silla y tenía magulladuras y estaba muy deprimida.
-¿Cuánto tiempo tiene que durar esto? -preguntó mi madre.
-Tampoco es para tanto -contestó mi tía-. Con el poco tiempo que le queda, qué cuesta hacerle las cosas más llevaderas.
   Mi madre colgó bruscamente.
-¡Ni siquiera puede morir cuando él quiera! -exclamó- .¡Mamá está por delante incluso de la muerte! ¿Qué temen? ¿Qué se muera del disgusto? A esa no la mata nada.¡Es indestructible! ¡No se moriría ni clavándole una estaca en el corazón!

Cuando me senté en la cocina para escribir la carta, me costó más que la primera vez.
-No me mires -dije a mi hermano- .Ya es bastante difícil.
-No tienes que hacer algo solo porque alguien quiere que lo hagas -dijo Harold.
Era dos años mayor que yo y ya había empezado a estudiar en la universidad pública, pero cuando mi padre enfermó, Harold pasó al turno  nocturno y consiguió un trabajo en una tienda de discos.

"Querida mamá -escribí-; Espero que estés bien. Nosotros estamos todos de maravilla. La vida aquí está bien y la gente es muy amable e informal. Aquí nadie va con traje y corbata. Llevan sólo un pantalón y una camisa de manga corta. A veces un jersey por la noche. He comprado unas participaciones en una tienda de discos y radios muy próspera y me va sobre ruedas. ¿Te acuerdas de Jack's Electric, mi viejo establecimiento en la calle 43? Pues ahora es Jack's Arizona Electric y también vendemos televisores."

Envié esa carta a mi tía Frances y, como todos preveíamos, telefoneó poco después. Mi hermano tapó el auricular con la mano.
-Es Frances con su última reseña -anunció.
-¿Jonathan? Eres un joven de mucho talento. Sólo quería decirte que la carta ha sido una bendición. Se le ha iluminado la cara al leer esa parte sobre la tienda de Jack. Ésa sería una manera excelente de continuar.
-Bueno, espero no tener que volver a hacerlo, tía Frances. No es muy honesto.
Su tono cambió.
-¿Tu madre está ahí? Déjame hablar con ella.
-No está -contesté.
-Dile que no se preocupe -dijo mí tía-. Una pobre vieja que siempre ha deseado lo mejor para ella pronto morirá. 

No se lo repetí a mi madre, para quien aquello habría sido uno más en la antología familiar de comentarios imperdonables, pero por otro lado, tuve que soportarlo yo, pensando que acaso aquel comentario fuera cierto. Cada bando defendía su postura con retórica, pero yo, que quería paz, racionalizaba los desaires y los golpes que se infligían mutuamente, manteniéndome neutral, como mi padre.

Años atrás, su vida había caído en una sucesión de fracasos comerciales y oportunidades perdidas. La gran discusión entre su familia, por un lado, y mi madre Ruth, por otro, era la siguiente: ¿quién era el responsable de que él no hubiera estado a la altura de las expectativas de los demás?.
En cuanto a las profecías, al llegar la primavera, se impuso la de mi madre. La abuela seguía viva.

Un cálido domingo, mi madre, mi hermano y yo cogimos el autobús al cementerio Beth. El de Nueva Jersey, para visitar la tumba de mi padre, situada en un pequeño montículo. Nos quedamos allí contemplando los ondulados campos salpicados de sepulcros. Aquí y allá, procesiones de coches negros circulaban por tortuosos caminos o corrillos de personas permanecían ante sepulturas abiertas. En la tumba de mi padre había plantados pequeños brotes de plantas de hoja perenne, pero no había lápida. Habíamos elegido y pagado una, pero justo entonces los canteros se declararon en huelga. Sin lápida, mi padre no parecía muerto con honor. No me parecía debidamente enterrado.
   Mi madre miró la parcela junto a la suya, reservada para su propio ataúd.
-Siempre se creían muy superiores a los demás -dijo-.Incluso antiguamente, en los tiempos de la calle Stanton. Se daban aires. Nunca había nadie a su altura. Al final, ni siquiera el propio Jack estuvo a su altura. Salvo cuando había que conseguirles cosas a precio de mayorista. Entonces sí estaba a su altura.
-Mamá, por favor -dijo mi hermano.
-Si lo hubiera sabido...Antes de conocerlo, ya estaba pegado a las faldas de su madre. Y os aseguro que las faldas de Essie eran como cadenas. Teníamos que vivir cerca para las visitas de los domingos. Todos los domingos, la visita a mamaleh, así es la vida. a todo aquello que le constaba que yo quería...un piso mejor, cualquier mueble, un campamento de verano par los niños...ella se oponía. Ya sabéis como era vuestro padre: cada decisión debía ser pensada y repensada. Y no cambiaba nada. Nunca cambiaba nada.
Se echó a llorar. La ayudamos a sentarse en un banco cercano. Mi hermano se alejó y leyó los nombres de las lápidas. Yo miré a mi madre y me marché a buscar a mi hermano.
-Mamá sigue llorando -dije-.¿No deberíamos hacer algo?
-No pasa nada -contestó- .Ha venido para eso.
-Ya -dije, pero un sollozo escapó de mi garganta-,yo también tengo ganas de llorar.
Mi hermano Harold me rodeó con el brazo.
-Fíjate en esta vieja lápida negra -dijo-.Cómo está tallada. Se ve el cambio de la moda también en los sepulcros...como en todo lo demás.

Por aquel entonces empecé a soñar con  mi padre. No con el padre robusto de mi infancia, el hombre apuesto de piel rubicunda y saludable y ojos castaños y bigote y pelo con raya al medio. Mi padre muerto. Lo llevábamos a casa desde el hospital. Se sobreentendía que había vuelto de la muerte. Y eso era un hecho asombroso y feliz. Por otro lado, se lo veía atroz y misteriosamente deteriorado o, para ser más exactos, estropeado y sucio. Estaba muy amarillento y debilitado por la muerte, no existía la menor garantía de que no fuera a morir pronto otra vez. Él parecía consciente de eso y toda su personalidad había cambiado. Estaba irascible e impaciente con todos nosotros. Intentábamos ayudarlo de una manera u otra, esforzándonos por llevarlo a casa, pero cada vez algo nos lo impedía, algo que teníamos que resolver, una maleta maltrecha que se había abierto, algún problema mecánico, él tenía coche pero no arrancaba o el coche era de madera, algo relacionado con su ropa, toda le venía grande y se quedaba enganchada a la puerta. En una versión estaba vendado de la cabeza a los pies y, cuando intentamos levantarlo de la silla de ruedas para meterlo en un taxi, el vendaje empezó a desenrollarse y quedó atrapado en los radios de una rueda de la silla. Su actitud nos parecía poco razonable. Mi madre observaba con tristeza y trataba de convencerlo para que cooperara.

Ése era el sueño. No se lo conté a nadie. Una vez que me desperté gritando, mi hermano encendió la luz. Quiso saber qué había soñado pero fingí que no me acordaba. Me sentía culpable por soñar aquel sueño. También me sentía culpable en el propio sueño porque mi padre, encolerizado, sabía que no queríamos vivir con él. En el sueño aparecíamos llevándolo a casa, o intentándolo, y aun así entre nosotros se daba por sobreentendido que viviría solo. Era un ser abandonado que había vuelto de la muerte, pero nosotros lo que hacíamos era llevarlo a un sitio donde viviría solo sin la ayuda de nadie hasta volver a morir.

Llegué a un punto en que el sueño me daba tanto miedo que me resistía a dormir. Procuraba pensar en cosas buenas de mi padre y recordaba tal como era antes de su enfermedad. Me llamaba "compi". Hola compi, decía cuando llegaba a casa del trabajo. Siempre quería que fuésemos a algún sitio: a la tienda, al parque o a un partido. Le encantaba pasear. Cuando iba a pasear con él, decía Echa los hombros atrás, no te encorves. Mantén la cabeza en alto y mora el mundo. ¡Camina con decisión! Cuando avanzaba por la calle, movía los hombros de un lado a otro, como si oyera un cakewalk o algo así. Tenía un andar elástico. siempre quería saber qué había al otro lado de la esquina.


La siguiente vez que me pidieron una carta coincidió con una ocasión especial en la casa: mi hermano Harold había conocido a una chica que le gustaba y había salido con ella varias veces. La había invitado a cenar con nosotros.
Llevábamos días preparando todo: dimos a la casa un repaso general, limpiamos todo lo que había a la vista, quitamos el polvo de la cristalería y la vajilla buena acumulada por el desuso. Mi madre volvió temprano del trabajo para ponerse con la cena. Abrimos la mesa abatible del salón y acercamos las sillas de la cocina. Mi madre vistió la mesa con un mantel blanco lavado y planchado y sacó su cubertería de plata. Era la primera celebración familiar desde la enfermedad de mi padre.

La novia de mi hermano me cayó muy bien. Era una chica delgada, con el pelo muy liso y una sonrisa imponente. Parecía excitar el aire con su presencia. Resultaba asombroso tener a una chica vivita y coleando en casa. miró alrededor y lo que dijo fue:
-¡Vaya, nunca había visto tantos libros!
Mientras mi hermano y ella se sentaban a la mesa, mi madre trajinaba en la cocina sirviendo la comida en fuentes y yo iba de la cocina al salón, bromeando como un camarero, con un paño blanco colgado del brazo y un elegante estilo de servicio, colocando la bandeja de judías verdes en la mesa con un floreo. En la cocina, a mi madre le brillaban los ojos. Me miró y movió la cabeza en un gesto de asentimiento, dio a entender las palabras:"¡Encantadora!"

Mi hermano se dejó servir. Temía lo que pudiéramos decir. Una y otra vez lanzaba miradas a la chica -se llamaba Susan- para ver  si gozábamos de su aprobación. Trabajaba en una compañía de seguros y hacía un curso de contabilidad en la universidad pública. Harold se sentía sometido a una gran tensión, pero al mismo tiempo estaba entusiasmado y feliz. Había comprado una botella de vino de uva Concord para acompañar el pollo asado. Levantó la copa y propuso un brindis. Mi madre dijo:
-Por la salud y la felicidad.
Y todos bebimos, también yo. En ese momento sonó el teléfono y fui a cogerlo al dormitorio.
-¿Jonathan? Soy tu tía Frances.¿Cómo estás?
-Bien, gracias.
-Quiero pedirte un último favor. Necesito una carta de Jack. Tu abuela está muy enferma. ¿Crees que podrás?
-¿Quién es? -preguntó mi madre desde el salón.
-Vale tía Frances -me apresuré a responder-.Ahora tengo que dejarte, estamos cenando -y colgué el auricular.
-Era mi amigo Louie -dije al sentarme-.No sabía qué páginas de matemáticas había que repasar.
La cena fue muy bien. Harold y Susan fregaron los platos, para cuando acabaron, mi madre y yo habíamos plegado la mesa abatible y la habíamos arrimado de nuevo a la pared y yo había barrido las migas con el cepillo mecánico. Nos sentamos, charlamos y escuchamos discos un rato; después mi hermano acompañó a Susan a su casa. La velada había transcurrido a las mil maravillas.


Una vez, cuando mi madre no estaba en casa, mi hermano había señalado un hecho: en realidad las cartas de Jack no eran necesarias. 
-¿A qué viene ese ritual? -dijo con las palmas de las manos en alto-. La abuela está casi ciega, está medio sorda y lisiada. ¿Acaso una situación así requiere realmente una composición literaria? ¿Necesita verosimilitud? ¿Notaría esa vieja la diferencia si le leyeran el listín telefónico?
-¿Y entonces por qué me lo pide la tía Frances?
-Esa es la cuestión, Jonathan.¿Por qué? Al fin y al cabo ella misma podría escribir la carta, ¿qué más daría? Y si no las escribiera Frances, ¿por qué no los hijos de Frances, los estudiantes de Amherst? A estas alturas ya habrán aprendido a escribir.
-Pero no son los hijos de Jack -repuse.
-Ahí está -confirmó mi hermano-. La cuestión es el servicio. Papá se dejaba la piel consiguiéndoles cosas a precio de mayorista, consiguiéndoles gangas. Frances de Westchester necesitaba realmente cosas a precio de coste. Y la tía Molly. Y el marido de la tía Molly y el exmarido de la tía Molly. Para la abuela, si necesitaba que le hicieran un recado. Siempre lo tenían liado con algo. Nunca dieron importancia a su tiempo. Nunca pensaron que cada favor que le hacían era un favor que él tenía que devolver. Electrodomésticos, discos, relojes, porcelana, entradas para la ópera, cualquier cosa: llamemos a Jack.
-Para él era una cuestión de orgullo poder hacer algo por ellos -dije-. Demostrar que tenía contactos.
-Ya, me pregunto por qué -comentó mi hermano. Miró por la ventana.
De pronto tomé conciencia de que me estaban enredando.
-Tendrías que usar más la cabeza -dijo mi hermano.


Aun así, una vez me había comprometido a escribir otra carta desde el desierto y cumplí.Se la envié a la tía Frances. Unos días más tarde, cuando volví del colegio, me pareció verla sentada en su coche delante de casa. Estaba al volante de un Buick Roadmaster negro, un automóvil muy grande y limpio con neumáticos de banda blanca. En efecto aquella mujer era la tía Frances. Dio un bocinazo al verme. Me acerqué y me agaché junto a la ventanilla.
Hola, Jonathan -dijo-. No tengo mucho tiempo. ¿Puedes subir al coche?
-Mamá no está en casa -contesté-.Está en el trabajo.
-Ya lo sé. He venido para hablar contigo.
-¿Quieres entrar en casa?
-No puedo, tengo que volver a Larchmont. ¿Puedes subir un momento, por favor?
Subí al coche.Mi tía Frances era una mujer guapa de pelo cano, elegantísima, vestía con buen gusto. a mí siempre me había caído bien y, desde niño, se complacía en decir a la gente que parecía más hijo de ella que de Jack. Llevaba guantes blancos y, mientras hablaba, tenía las manos en el volante y miraba al frente, como si el coche estuviera circulando y no estacionado junto al bordillo.
-Jonathan -dijo-, ahí está tu carta, en el asiento. Huelga decir que no se la he leído a la abuela. Te la devuelvo y no diré  nunca una sola palabra a nadie. Esto es un asunto entre tú y yo. No esperaba tal crueldad de tu parte. No imaginaba que fueras capaz de un acto tan intencionadamente cruel y perverso.
Callé.
-Tu madre alberga un gran resentimiento y ahora veo que te ha envenenado a ti con él. Siempre ha guardado rencor a la familia. Es una persona muy obstinada, muy egoísta.
-No es verdad -repliqué.
--No esperaba que estuvieras de acuerdo. Volvió loco al pobre Jack con sus exigencias. Siempre andaba con la más altas aspiraciones y él nunca era capaz de realizarlas a la entera satisfacción de ella.Cuando Jack aún conservaba la tienda, tenía en plantilla al hermano de tu madre, bebedor empedernido. Después de la guerra, cuando empezó a ganar un poco de dinero, tuvo que comprar a Ruth una chaqueta de visón porque ella quería una a toda costa. Él tenía deudas, pero ella no podía pasar sin su visón. Mi hermano era una persona muy especial, debería haber logrado algo especial, pero quería a tu madre y consagró su vida a ella. Y a ella lo único que le preocupaba era no ser menos que el vecino.

Observé el tráfico que circulaba por Grand Concourse. Unos cuantos niños esperaban en la parada del autobús de la esquina. Habían dejado los libros en el suelo y hacían el ganso por allí.
-Lamento tener que rebajarme a esto -dijo la tía Frances-. No me gusta hablar de la gente así. Si no tengo nada bueno que decir sobre alguien, prefiero no decir nada. ¿Está Harold?
-Bien.
-¿Te ayudó a escribir esta maravillosa carta?
-No.
-¿Cómo os va?
-Bien.
-Os invitaría a reuniros con nosotros en Pascua, pero no creo que a tu madre le guste la idea.
No contesté.
Puso el motor en marcha.
-Me  despido ya, Jonathan. Coge tu carta. Espero que dediques un tiempo a pensar en lo que has hecho.


Esa tarde, cuando mi madre regresó a casa del trabajo, vi que no era tan guapa como la tía Frances. Hasta entonces había creído que mi madre era una mujer atractiva, pero en ese momento vi que le sobraban algunos  kilos y lucía un peinado anodino.
-¿Por qué me miras? -preguntó.
-No te miro.
-Hoy me he enterado de algo interesante -dijo mi madre-. Puede que tengamos derecho a una pensión de veterano de guerra por el tiempo que tu padre pasó en la Marina.
Eso me cogió por sorpresa. Nadie me había contado que mi padre hubiese servido en la Marina.
-En la Primera Guerra Mundial -explicó ella- estuvo en la Academia Naval de Webb, a orillas del río Harlem. Se preparaba para ser alférez, pero terminó la guerra y no llegaron a asignarle destino.
Después de la cena, los tres registramos los armarios en busca de la documentación de mi padre con la esperanza de encontrar prueba que pudiera presentarse a la Administración de Veteranos. Dimos con dos cosas, una Medalla de la Victoria, que según mi hermano recibieron todos por su servicio en la Gran Guerra, y una sorprendente foto en sepia de mi padre y sus compañeros de tripulación en la cubierta de un barco. Vestían pantalón de pata ancha y camisetas e iban armados con fregonas y baldes, escobas y cepillos.
-No sabía nada de esto -dije sin poder evitarlo-.No sabía nada de esto.
-Lo que pasa es que no te acuerdas -señaló mi hermano.
Reconocí a mi padre. Estaba al final de la fila, un chico delgado, guapo, con una espesa mata de pelo, bigote y un semblante risueño e inteligente.
-Tenía un chiste -contó mi madre-. Al buque escuela lo llamaban SS Estreñimiento, porque nunca se movía.

Ni la fotografía ni la medalla eran prueba de nada, pero mi hermano pensó que tenía que haber una copia de la  hoja de servicios de mi padre en algún lugar de Washington y que todo se reducía a averiguar cómo localizarla.
-La pensión no será gran cosa -dijo mi madre-, veinte o treinta dólares, pero, desde luego, ayudaría.

Cogí la fotografía de mi padre y sus compañeros de tripulación y la apoyé contra la lámpara de mi mesilla de noche. Examiné su rostro juvenil e intenté relacionarlo con el padre que conocía. Miré la foto un buen rato. Sólo poco a poco mi mirada estableció el vínculo entre ella y la colección de Grandes Novelas del Mar dispuesta en el estante inferior de la librería, a pocos metros de mí.Mi padre me había regalado esa colección a mí: todos los libros estaban encuadernados en verde con letras doradas e incluían obras de Melville, Conrad, Victor Hugo y el capitán Marryat. Y, sobre los libros, encajonado bajo el estante alabeado superior, estaba su antiguo catalejo, en el estuche de madera de cierre metálico. Pensé en lo estúpido, poco perspicaz y egocéntrico que había sido para no ver, en vida de mi padre, cuál era el sueño de su vida.


Por otro lado había escrito en mi última carta desde Arizona -la que tanto había enfadado a la tía Frances- algo que podía permitirme, a mí, el escritor de la familia, juzgarme con menos severidad. Concluiré reproduciendo aquí la carta íntegramente.        
Querida mamá:
Ésta será la última carta que te escribo, porque el médico me ha dicho que me muero.  He hecho un buen negocio con la venta de la tienda y envío a Frances un cheque de cinco mil dólares para que lo ingrese en tu cuenta. Un regalo para ti, Mamaleh. Que Frances te enseñe la libreta de ahorros.   En cuanto al carácter de mi mal no me han dicho qué es, pero me consta que sencillamente me muero por una vida equivocada. Nunca debería haber venido al desierto. No es el lugar para mí.    He pedido a Ruth y los chicos que incineren mi cuerpo y esparzan las cenizas en el mar.   Tu hijo que te quiere,    JACK  
Tan alto el silencio: 'Cuentos completos', de E.L. DoctorowMalpaso, 2015

29 marzo, 2020

John CHEEVER:"La geometría del amor"





"Contar mentiras es una especie de juego de manos que muestra nuestros sentimientos más profundos acerca de la vida." J.Cheever, "The  Paris Review", 1969
                                                                                                         
John Cheever  envió ( en ¿1964-65?)  "La geometría del amor"  a The New Yorker    pero el  editor  de la revista,  William Maxwell,  le visitó el  sábado siguiente   para decirle que la historia era un fracaso.Sin embargo el lunes The Saturday Evening Post había comprado  el cuento por tres mil  dolares, entre alabanzas, cuenta Cheever. 
La  situación trae a la memoria  el dialogo que mantiene Scott Fitzgerald con Hemingway en "París era una fiesta" según el cual un cuento bueno para el Post sería menos exigente y hasta manipulable para obtener un éxito seguro. Aunque   pueda no ser el caso  "La Geometría del amor", que se suele encontrar entre los cuentos más citados  de Cheever, tras ser rechazado por The New Yorker acabó en el Post. ¿Es uno de los buenos cuentos de Cheever y Maxwell   escritor de talento  y amigo estuvo equivocado? lo debe decidir el lector, cada vez.
Rodrigo Fresán encargado de la selección de cuentos  de  esta edición de "emecé" y de sus brillantes prólogo y notas, escribe  :
"La geometría del amor" -escrito durante una de las peores crisis alcohólicas de John Cheever- funciona como un dolorosos mensaje apenas subliminal a su mujer, Mary Winternitz, a la vez que destaca entre los relatos fantásticos del autor [...] con su propuesta aparentemente absurda de aplicar las ventajas de la geometría euclidiana a las intermitencias proustianas del corazón."
                                            

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LA GEOMETRÍA DEL AMOR



Era el final de una de esas tardes lluviosas, cuando la sección de juguetería de Wollworth, en la Quinta Avenida, está colmada de mujeres de quienes uno sospecha que fueron sorprendidas cometiendo adulterio y que ahora van a comprar un regalo para llevar el hijo menor. Esa tarde estaban allí ocho o diez de esas mujeres -vivaces, fragantes y bien vestidas-, con aire dolorido de mujeres de las que antes abusó un rufián en el cuarto de un  hotel,y que ahora vuelven a casa y al afecto de su tierno hijo. Charlie Mallory, que salía de la sección de ferretería, donde había comprado un destornillador, fue quien llegó a esta conclusión. No estaba pensando en términos morales; concibió esa fórmula general sobretodo para conferir un poco de sentido y de color a la lasitud de una tarde lluviosa. En su oficina el día pasaba lentamente. Después del almuerzo se había dedicado a reparar un archivador. De ahí el destornillador. Después de formular su conjetura, examinó con más atención los rostros de las mujeres y le pareció que hasta cierto punto confirmaba su fantasía.¿Qué si no los regodeos y las angustias  del adulterio podían originar en ellas  una expresión tan espiritual y llorosa? ¿Por qué suspiraban tan hondo mientras manipulaban los juegos de la inocencia? Una de las mujeres llevaba un abrigo parecido a uno que le había comprado a su esposa Mathilda en Navidad.Prestó más atención, y vio que no sólo era el abrigo de Mathilda, sino la propia Mathilda.
--Caramba, Mathilda- exclamó-, ¿qué estás haciendo aquí? 
Ella alzó la cabeza, apartándola del pato de madera que había estado examinando. Muy lentamente, la expresión de pesar en su rostro se convirtió en cólera y desprecio.
-Detesto que me espíes -dijo. Habló con voz fuerte, y las restantes compradoras alzaron los ojos, preparadas para todo.
Mallory se sintió desconcertado.
-Pero, querida, no espío -dijo-.Sólo...
-No concibo nada más despreciable -dijo ella- que seguir a la gente en la calle.-Su expresión y su voz eran teatrales, y el público estaba atento y aumentaba rápidamente con clientes que venían de las secciones de ferretería y muebles de jardín-. Perseguir a una mujer inocente por la calle es lo más bajo, nauseabundo y vil.
-Pero querida, solamente pasaba por aquí.
La risa de Mathilda fue descarnada.
-¿Sencillamente estabas visitando las jugueterías de Wollworth? ¿Pretendes que crea eso?
-Estaba en la ferretería -dijo él-, pero en realidad no importa ¿Por qué no vamos  a tomar algo y volvemos temprano a casa?
-No quiero beber ni ir con un espía -dijo ella-. Ahora me voy de esta tienda, y si me sigues o me molestas, haré que la policía te arreste y te meta en la cárcel.- Recogió y pagó el pato de madera y con gesto majestuoso subió la escalera. Mallory esperó unos minutos y después volvió a su oficina.


Mallory era un ingeniero independiente, y esa tarde su oficina estaba vacía...,su secretaria había viajado a Cambridge. El servicio de atención telefónica no había recibido mensajes para él. No había correspondencia. Estaba solo. Se sentía no tanto desgraciado como aturdido. No era que hubiera perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría. ¿Cómo podía aplicar la razón a la farsa del encuentro en Wollworth, y al mismo tiempo cómo podía soportar la sinrazón? Ya antes había apelado al sentido del olvido, pero no podía olvidar la voz aguda de Mathilda y el extraño escenario de la juguetería. Los malentendidos teatrales con Mathilda eran usuales, y él solía enfrentarlos con buena voluntad, y trataba de descifrar la cadena de contingencias que había desencadenado la escena. Esa tarde se sentía desorientado. El encuentro aparentemente resistía el diagnóstico. ¿Qué podía hacer? ¿Consultar a un psiquiatra, un consejero matrimonial, un sacerdote? ¿Debía arrojarse por la ventana? con esa idea en la mente se acercó ala ventana.
   
   Aún estaba nublado y llovía, pero todavía no había oscurecido. El tránsito se desplazaba con lentitud. Miró hacia abajo y vio pasar una furgoneta, después un descapotable, un camión de mudanzas y un camioncito que decía TINTORERÍA EUCLIDES. El famoso nombre le recordó el triángulo rectángulo, los principios del análisis geométrico y la doctrina de la proporción de los conmensurables e inconmensurables. Lo que necesitaba era una forma nueva de raciocinio, y Euclides podía servir. Si practicaba el análisis geométrico de sus problemas ¿no lograría resolverlos, o por lo menos crear una atmósfera propicia para la solución? Tomó una regla de cálculo y consideró el sencillo problema de que si dos lados de un triángulo son iguales, los ángulos opuestos a dichos lados  son iguales y el teorema inverso de que si dos ángulos de un triángulo son iguales , los lados opuestos de los mismos serán iguales. Trazó una línea que representaba a Mathilda y los datos importantes acerca de ella. La base del triángulo representaría a sus dos hijos, Randy y Priscilla. Naturalmente, él mismo sería el tercer lado. El factor más grave de la línea de Mathilda -el factor que amenazaba diferenciar su ángulo de los ángulos de Randy y Priscilla- era el hecho de que últimamente ella había tenido un amante ficticio.
   Era una impostura usual en las esposas del parque Ramsen, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana Mathilda se vestía con sus mejores prendas, se ponía un poco de perfume francés y usaba el abrigo de piel, y después hacia el final de la mañana, tomaba un tren que llevaba  a la ciudad. A veces almorzaba con una amiga, pero era más frecuente que comiera sola en uno de esos restaurantes franceses de la calle Sesenta visitado por mujeres solas. Habitualmente bebía un cóctel o pedía media botella de vino. Quería aparecer corrompida y misteriosa -víctima del cruel enigma de amor- pero si un extraño la hubiera mirado fijamente la habría acometido un paroxismo de timidez, y con un sentimiento parecido al pánico habría recordado su hermoso hogar, sus hijos de expresión sincera y las begonias del jardín. Por la tarde, asistía a una función teatral o veía una película extranjera.Prefería los temas intensos que agotaban sus sentimientos -o como ella decía, que la dejaban "vacía"-. Durante el viaje de regreso, en uno de los últimos trenes, se la veía serena y triste. A menudo lloraba mientras preparaba la cena, y si Mallory preguntaba qué le ocurría ella se limitaba a suspirar. Él tuvo un momento de sospecha, pero una tarde la vio mientras caminaba por la avenida Madison, y ataviada con su abrigo de piel estaba comiendo un sándwich apoyada en un mostrador; entonces llegó a la conclusión de que las pupilas de los ojos de Mathilda estaban dilatadas, no por el enamoramiento, sino por la oscuridad del cine. Era una impostura inofensiva y usual, y forzando un poco la compasión incluso podía considerársela útil.
   Así, la línea de estos elementos formaban un ángulo con la línea que representaba a sus hijos, y aquí el hecho particular es que él los amaba. ¡Los amaba!Cualquiera que fuese la magnitud de la ignominia o el veneno, perderlos era inconcebible. Mientras pensaba en ellos, le parecía que eran el adorno de su propia alma, su dintel y su cumbrera.
   Sabía que la línea que a él mismo lo representaba era la que podía sufrir más graves errores de cálculo. Se consideraba sincero, sano y sabio (¿acaso otra persona podía recordar tanto como él a Euclides?), pero en cuanto despertó por la mañana, sintiéndose útil e inocente fue suficiente que hablase con Mathilda para que su intimidad y su inocencia se vieran conmovidas. ¿Por qué sus ingenuos compromisos con la vida parecían conmover lo mejor que había en él mismo? ¿Por qué mientras se paseaba por la juguetería lo calumniaron y calificaron de espía? Pensó que su triángulo le ofrecería la respuesta, y en cierto sentido así fue. Los lados del triángulo, determinados por la información pertinente, eran iguales, lo mismo que los ángulos opuestos a dichos lados. De pronto, se sintió mucho menos desconcertado, más feliz, más esperanzado y más magnánimo. Pensó, como a uno le ocurre dos o tres veces por año, que estaba comenzando una nueva vida.
   Mientras volvía a su casa en tren, se preguntó si podía trazar una analogía geométrica que representase el hastío de un tren suburbano, las estupideces del diario vespertino, la prisa hacia la zona de estacionamiento.
   -Detective privado -dijo ella-. Investigador de la vida ajena.-
Mientras oía esas palabras, lo hacía sin enojo, ansiedad  ni frustración. Parecía que no le alcanzaban.Cuánta serenidad, qué feliz se sentía. Incluso la angularidad de Mathilda parecía conmovedora y amable, una niña descarriada que pertenecía a la familia humana.
-¿Por qué te sientes tan feliz? -preguntaron sus hijos-.Papá, ¿por qué te sientes tan feliz?-Y poco después, casi todos decían lo mismo. Cómo cambió Mallory. Qué buen aspecto tiene.¡Afortunado Mallory!

La noche siguiente Mallory encontró en el desván un texto de geometría y refrescó sus conocimientos.El estudio de Euclides creó en él una disposición mental benévola y serena, y entre otras cosas destacó el hecho de que su pensamiento y su sensibilidad se habían visto descalabrados recientemente por la confusión y la desesperación. Sabía que lo que él creía un descubrimiento podía ser una ilusión, pero de todos modos aprovechaba las ventajas prácticas. Se sentía mucho mejor. Sintió que había corregido la distancia que separaba su realidad de las realidades que presionaban sobre su propio espíritu.Si hubiese poseído una filosofía o una religión, quizá no habría necesitado de la geometría, pero las observancias religiosas de su vecindario le parecían tediosas y mezquinas, y él no se sentía inclinado a la filosofía. La geometría le servía perfectamente para la metafísica del dolor comprendido. La principal ventaja consistía en que, una vez que los había traducido a términos lineales, podía considerar con ardor y con pasión los humores y descontentos de Mathilda. No era el vencedor, pero estaba maravillosamente protegido de la condición de víctima. Mientras continuaba estudiando y practicando, descubrió que la grosería de los camareros, las almas pegajosas de los empleados y las prepotencias de los policías de tráfico no lograban afectar su tranquilidad, y que  a su vez tales opresores , como percibían la fuerza de Mallory, se mostraban menos groseros, pegajosos y prepotentes. Podía prolongar hasta bien entrado el día la convicción de inocencia, con la cual despertaba todas las mañanas. Pensó escribir un libro acerca de su descubrimiento: La emoción Euclidiana, la geometría del sentimiento.
   

Más o menos en ese momento tuvo que ir a Chicago. El cielo estaba nublado y Mallory cogió el tren. Cuando despertó, poco después del alba, todo él buena voluntad e inocencia, por la ventana de su dormitorio vio una fábrica de ataúdes, un depósito de coches viejos, casuchas, campos de juego cubiertos de maleza, cerdos que engordaban comiendo bellotas, y a la distancia el espectro monumental de Gary. La escena tediosa y melancólica ejerció sobre su espíritu el influjo de un despliegue de la estupidez humana. Nunca había aplicado su teorema a los paisajes, pero descubrió que si expresaba con un paralelogramo los componentes del momento, podía apartar de sí el espectáculo desalentador hasta que pareciese inofensivo, práctico e incluso encantador.Tomó un desayuno abundante y trabajó bien todo el día. Era un día que no necesitaba geometría. Uno de sus colaboradores de Chicago lo invitó a cenar.Sintió que no podía rechazar la invitación. Y a las seis y media llegó a una casita de ladrillos, en un sector de la ciudad que no conocía bien. Incluso antes de se abriese la puerta intuyó que necesitaría de Euclides.
   Cuando la dueña de la casa abrió la puerta, Mallory vio que había estado llorando. Tenía una copa en la mano.
   -Está en el sótano -sollozó, y pasó a una salita sin decir a Mallory dónde estaba el sótano o cómo llegar. Él la siguió a la sala. La mujer se había arrodillado y estaba fijando un rótulo a la pata de una silla. Mallory vio que la mayoría de los muebles tenían rótulos. Los rótulos decían : DEPÓSITO DE CHICAGO. Debajo ella había escrito:"Propiedad de Helen Fells McGowen". McGowen era el apellido de su amigo.
   -No dejaré una sola cosa a ese hijo de puta -sollozó ella-Ni un fósforo.
  -Holla, Mallory -dijo McGowen viniendo de la cocina-. No le preste atención. Una o dos veces por año se enoja y aplica rótulos a los muebles y dice que mandará las cosas al depósito, y después habla de alquilar un cuarto amueblado y trabajar en Marshall Field.
   -Tú no sabes nada -dijo ella.
   -¿Hay algo nuevo?- preguntó McGowen
   -Loise Mitchell acaba de telefonear. Harry se emborrachó y metió el gatito en la batidora.
   -¿Viene hacia aquí?
   -Naturalmente.
Sonó el timbre. entró una mujer desaliñada, con las mejillas húmedas.
   -Oh, fue terrible -dijo-.Los niños miraban. Era su gatito y lo querían mucho. No me habría importado tanto si los niños no hubiesen mirado.
   -Salgamos de aquí -dijo McGowen, y se volvió hacia la cocina. Mallory atravesó con él la cocina, donde no había signos de cena, descendió unos peldaños hasta un sótano amueblado con una mesa de pimpón, un televisor y un bar. McGowen preparó una bebida para Mallory-. Vea, Helen era rica -dijo McGowen-. Es uno de sus problemas. Viene de una familia muy rica. el padre tenía una cadena de lavanderías desde aquí hasta Denver. Fue el hombre que comenzó a ofrecer números vivos en las lavanderías.Cantantes populares, pequeñas orquestas. Después, el Sindicato de Músicos se confabuló contra él, y de la noche a la mañana lo perdió todo.Y ella sabe que yo tengo aventuras, pero Mallory, si no lo hiciera no sería fiel a mí mismo.Bien, solía alegrarme con esa Mitchell, la mujer que está arriba, la del gatito. Es magnífica. si usted quiere, puedo arreglarlo. Hace cualquier cosa por mí. Generalmente le doy algo. Diez dólares o una botella de whisky. Una Navidad le regalé un brazalete. Vea, al marido le da por el suicidio.A cada momento toma píldoras para dormir, pero ella siempre lo salva a tiempo. Una vez trató de ahorcarse...
   -Tengo que marcharme -dijo Mallory.
   -Quédese, quédese un momento -dijo McGowen-. Le daré otra copa.
   -De veras,tengo que irme -dijo Mallory-. Tengo muchas cosas que hacer.
   -Pero todavía no ha comido nada -dijo McGowen-.Quédese un momento y le calentaré algo.
   -No hay tiempo -dijo Mallory-. Tengo mucho que hacer.
   Subió las escaleras sin despedirse. La señora Mitchell se había ido, pero la dueña de la casa continuaba fijando rótulos a los muebles. Mallory salió y volvió con el taxi a su hotel.
   Extrajo su regla de cálculo, y trabajando con la relación entre volumen de un cono y el de su prisma circunscrito trató de expresar en términos lineales la embriaguez de la señora McGowen y el destino del gatito de los Mitchell.¡Oh, Euclides, ayúdame ahora! ¿Qué deseaba Mallory? Deseaba nada menos que luz, belleza y orden; deseaba expresar racionalmente la imagen del señor Mitchell colgado del cuello. ¿Tal vez el apasionado rechazo que sentía Mallory por la sordidez  era una actitud demasiado puntillosa y poco viril? ¿Era un error de su parte buscar definiciones del bien y del mal, creer en el poder inalienable del remordimiento, en la belleza de la vergüenza? El cuadro incluía gran número de imponderables, pero él trató de reducir su ecuación a los hechos de la velada, y la tarea le ocupó hasta pasada la medianoche,cuando se acostó. Durmió bien.


   El viaje a Chicago había sido un desastre si se consideraba el caso de los McGowen, pero financieramente fue lucrativo, y los Mallory decidieron hacer un viaje, como era su costumbre cuando disponían de dinero. Volaron a Italia y se alojaron en un hotelito próximo a Sperlonga, donde ya habían estado otras veces. Mallory se sintió muy feliz y no necesitó de Euclides durante los diez días que pasó en la costa. Fueron a Roma antes de regresar a Estados Unidos, y el último día almorzaron en  la Piazza del Popolo. Pidieron langosta, y estaban riendo, bebiendo y rompiendo con los dientes las cáscaras cuando Mathilda empezó a mostrarse melancólica. Emitió un sollozo, y Mallory comprendió que necesitaría a Euclides.
   Ahora Mathilda se mostraba sombría, pero esa tarde parecía prometer a Mallory que, mediante la reunión de los antecedentes y la geometría, podría aislar los componentes del mal humor de su esposa. El restaurante parecía ofrecer un campo espléndido de investigación. Un lugar fragante y ordenado. Los restantes comensales eran italianos decentes, todos desconocidos, y Mallory no podía concebir que fuesen capaces de provocar en ella la infelicidad que sin duda sentía. Mathilda había saboreado la langosta.El mantel era blanco, los cubiertos estaban bien lustrosos, el camarero se mostraba cortés. Mallory cambió el lugar: las flores, las pilas de frutas, el tráfico de la plaza, frente a la ventana, y en todo eso no pudo descubrir la causa del pesar y la amargura que se demostraba en el rostro de su esposa.
   -¿Deseas un helado, o un poco de fruta?-preguntó Mallory.
   -Si deseo algo, lo pediré -dijo Mathilda, e hizo lo que decía. Llamó al camarero y pidió un helado y una taza de café, al mismo tiempo que dirigió a Mallory una mirada sombría. Después que Mallory pagó la cuenta, preguntó a su esposa si quería un taxi-. Qué idea estúpida -dijo ella, frunciendo el ceño con disgusto, como si él hubiera sugerido despilfarrar sus ahorros o enviar a los niños a trabajar a un teatro.
   Volvieron caminando al hotel, en fila india. La luz era brillante, el calor intenso y parecía que las calles de Roma siempre habían sido calurosas y lo serían siempre, en una suerte de infinito. ¿Quizá el calor había cambiado el humor de Mathilda.?
   -¿Te molesta el calor, querida? -preguntó él ,y Mathilda se volvió y dijo:
   -Me repugnas.-Él la dejó en el vestíbulo del hotel y fue a un café.
   Resolvió sus problemas con una regla de cálculo al dorso de un menú. Cuando volvió al hotel ella había salido, pero volvió a las siete y empezó a llorar apenas entró en la habitación. La geometría practicada por la tarde había demostrado a Mallory que la felicidad de Mathilda, así como la suya propia y la de sus hijos, sufría  los efectos de una corriente afectiva caprichosa, insondable y submarina que se combinaba misteriosamente con el carácter de su mujer, y a intervalos originaba turbulentas erupciones que carecían de regularidad y de causa visible.
   -Lo siento querida -dijo-.¿Qué pasa?
   -En esta ciudad nadie entiende inglés -dijo Mthilda-, absolutamente nadie. Me perdí y creo que pregunté a quince personas el camino de regreso al hotel, pero nadie me comprendió.-Fue al cuarto de baño y cerró con fuerza la puerta, y Mallory  se sentó frente a la ventana -sereno y feliz- y observó el movimiento de una nube que tenía la forma exacta de una nube, y después la aparición de esa luz cobriza que a veces se difunde en los cielos de Roma poco antes de oscurecer.


Pocos días después de regresar de Italia Mallory tuvo que volver a Chicago. Concluyó sus asuntos en un día -evitó a McGowen-y tomó el tren de las cuatro. A eso de las cuatro y media fue a tomar una copa al vagón restaurante, y cuando a lo lejos vio la masa de Gary repitió ese teorema que había corregido el ángulo de su relación con el paisaje de Indiana. Pidió una bebida y por la ventana miró Gary. No había nada que ver. A causa de un error de de cálculo, no sólo había quitado su fuerza a Gary; había perdido a Gary. Ni la lluvia ni la niebla ni la súbita oscuridad explicaba el hecho de que, a sus ojos, las ventanillas del vagón restaurante estuvieran vacías. Indiana había desaparecido. Se volvió hacia una mujer que estaba a su izquierda, y preguntó:
   -¿Esto es Gary, verdad?
   -Naturalmente -respondió- ¿Qué pasa? ¿Acaso no ve?
   Un triángulo isósceles suavizó el comentario de la mujer, pero tampoco halló otros rastros de ninguna de las restantes localidades que seguían. Regresó a su camarote, y ahora era un hombre solitario y temeroso. Hundió el rostro en las manos y cuando lo levantó, pudo ver claramente las luces de los pasos a nivel y pequeños pueblos, pero a éstos nunca les había aplicado su geometría. 


   Más o menos una semana después Mallory enfermó. Su secretaria -había regresado de Capri- lo encontró desmayado sobre el suelo de la oficina. Llamó a una ambulancia. Lo operaron y lo incluyeron en la nómina de casos graves. Después de la operación, transcurrieron diez días antes de que pudiese recibir visitas, y por supuesto la primer fue Mathilda. Mallory había perdido veinticinco centímetros de intestino, y le habían fijado tubos a los dos brazos.
   -Caramba, estás muy bien -exclamó Mathilda, tratando de disimular la impresión y el desaliento, y reemplazándolos con un aire distraido-. Y qué habitación tan agradable. Estas paredes amarillas. Si uno tiene que enfermarse, es mejor hacerlo en Nueva York. ¿Recuerdas ese horrible hospital rural donde tuve a los niños? -Se sentó, no en una silla sino en el alféizar de la ventana. Él recordó que nunca había conocido el amor que pudiese anular la capacidad separadora del dolor, que pudiese salvar la distancia entre entre los sanos y los enfermos-. En casa todo marcha sobre rieles -dijo ella-.Parece que nadie te extraña.
   Como nunca había estado gravemente enfermo, el no podía prever que Mathilda no era buena enfermera. Aparentemente, a ella le molestaba que Mallory estuviese enfermo, pero él pensó que su resentimiento era una torpe expresión de amor. Ella nunca había sabido disimular bien, y ahora no lograba disimular el hecho de que consideraba que el derrumbe de su marido era una actitud egoísta.
   -Eres tan afortunado -dijo Mathilda- . Tienes suerte porque esto ocurrió en Nueva York. Dispones de los mejores médicos y las mejores enfermeras, y sin duda éste es uno de los mejores hospitales del mundo.  En realidad no tienes por qué preocuparte. Aquí hacen todo lo que necesitas. Ojalá una vez en la vida pudiese acostarme durante una semana o dos y que me atendieran.
   Hablaba su Mathilda, su amada Mathilda, que no intentaba disimular cuando llegaba el momento de mostrar esa angularidad, ese egoísmo legítimo que ningún amor, por intenso que fuese, podía desviar o suavizar. Así era ella, y Mallory apreciaba la falta de sentimentalismo con que ella se exhibía. Entró una enfermera con un plato de sopa clara en una bandeja. Desplegó una servilleta bajo el mentón del enfermo y se dispuso a alimentarlo, porque no podía mover los brazos.
   -Oh, déjeme hacerlo, déjeme hacerlo -dijo Mathilda-. Es lo menos que puedo hacer. -Era el primer signo de que, de un modo u otro, ella estaba comprometida con algo que era, a pesar de las paredes amarillas,una escena trágica. Recibió de la enfermera el plato de sopa y la cuchara-. Oh, qué bien huele -dijo-. Casi me gustaría tomármela yo.Dicen que la comida de hospital es malísima, pero este lugar parece una excepción.- Acercó una cuchara de caldo a los labios de Mallory y entonces, sin que mediara torpeza de su parte, derramó el plato de caldo sobre el pecho y la ropa de cama de su marido.
   Llamó a la enfermera y después se frotó enérgicamente una mancha en la falda. Cuando la enfermera comenzó la prolongada y compleja tarea de cambiar la ropa de cama, Mathilda consultó su reloj y vio que era hora de irse.
   -Vendré mañana -dijo-. Diré a los niños que estás muy bien.
   Era su Mathilda, y por lo menos él comprendió eso; pero después que se fue, Mallory advirtió que la comprensión quizá no le permitiera soportar otra visita del mismo estilo. Le pareció muy evidente que la convalecencia de sus tripas se había retrasado. Incluso era posible que ella apresurase su muerte.Después que la enfermera terminó de cambiarlo y le sirvió un segundo plato de sopa, Mallory le pidió que del bolsillo de su traje retirase la regla de cálculo y el cuaderno. Calculó con sencilla analogía geométrica entre su amor a Mathilda y su temor a la muerte.
   Aparentemente fue eficaz. A las once del día siguiente, cuando Mathilda llegó, él la oyó y la vio, pero ella ya no podía confundirlo. Mallory había corregido el ángulo de Mathilda. Estaba vestida para amar a su amante ficticio, e insistió en que él tenía buen aspecto y en que era un hombre afortunado. Más aún, señaló que necesitaba un afeitado. Después que ella se fue, Mallory preguntó a la enfermera  si podía obtener los servicios de un peluquero. La enfermera le explicó que el peluquero venía únicamente los miércoles y los viernes, y que todos los enfermeros estaban en huelga. Le trajo un espejo, una navaja y un poco de jabón, y entonces él vio su cara por primera vez desde su desmayo. Su propia demacración lo obligó a volver a la geometría, y trató de equiparar la voracidad de su apetito, la inconmensurabilidad de sus  esperanzas y la fragilidad de su cuerpo. Razonó con mucho cuidado, pero sabía que un error de cálculo, semejante al que había cometido en el caso de Gary, acabaría con los hechos que habían comenzado el día que el camión de la tintorería Euclides había pasado bajo su ventana. Mathilda fue del hospital al restaurante, y después a un cine, y cuando llegó a casa, la mujer que hacía la limpieza fue quien le informó de que Mallory había fallecido.

The Saturday Evening Post, 1 de enero.


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John Cheever, La geometría del amor, emecé editores, 2002