VI
Los hombres se prepararon para salir. El tipo del Este estaba tan nervioso que le costaba mucho pasar los brazos por las mangas de su nueva chaqueta de cuero. Al vaquero le temblaban las manos mientras se enfundaba su gorra de piel. De hecho Johnnie y el viejo Scully eran los únicos que no mostraban nerviosismo. Estos preliminares seguían sin palabras.
Scully abrió la puerta de golpe.
-Bueno, vamos -dijo.
En seguida un terrible viento azotó la llama de la lámpara, mientras una nube de negro humo escapaba de la chimenea. La estufa estaba a medio camino de la ráfaga de aire y su voz creció hasta igualar el rugido de la tormenta. Algunas de las maltratadas cartas fueron arrancadas del suelo y proyectadas, indefensas, contra la pared del fondo. Los hombres inclinaron sus cabezas y se lanzaron a la tempestad como si fuese el mar.
No nevaba, pero grandes torbellinos y nubes se lanzaban ululando hacia el sur, rápidos como balas, llevándose la nieve arrancada del suelo por vientos frenéticos. Aquella tierra nevada tenía el azul lustroso de un satén sobrenatural, y no se veía otro color salvo el de la luz resplandeciente como una joya pequeña, del lugar -que ahora parecía terriblemente lejano- donde se encontraba la baja y negra estación de ferrocarril. Mientras los hombres se desplazaban con dificultad entre la nieve que les alcanzaba a los muslos, se percataron de que el sueco les estaba gritando algo. Scully fue hacia él, le puso la mano en el hombro y se le acercó y aguzó el oído.
-¿Qué es lo que está diciendo? -gritó.
-Digo -volvió a vociferar el sueco- que no podré aguantar mucho contra esta camarilla. Sé que me vais a atacar todos a la vez.
Scully le dio una palmada en el brazo.
-¿Pero, qué dice, hombre? -prorrumpió.
El viento arrancó las palabras de los labios de Scully y las esparció a lo lejos.
-Sois una pandilla de...-bramó el sueco, pero la tormenta también se apoderó del final de aquella frase.
Dándole inmediatamente la espalda al viento, los hombres habían dado la vuelta a la esquina, hacia el lado protegido del hotel. La función de la pequeña casa era la de preservar aquí, en medio de aquella gran desolación nevada, una forma de V irregular con hierba helada que crujía bajo sus pies. No faltaban montículos de nieve en las esquinas azotadas por el viento. Cuando todos habían alcanzado la relativa tranquilidad de aquel lugar vieron que el sueco seguía clamando.
-¡Oh, ya sé qué habéis pensado! Sé que saltaréis todos sobre mí...¡pero puedo con todos vosotros!
Scully se volvió hacia él cual pantera.
-No tendrá que darnos una paliza a todos. Sólo tendrá que dársela a mi hijo Johnnie. Y el listo que pretenda estorbarle mientras lo haga tendrá que vérselas conmigo.
Las disposiciones se decidieron enseguida. Los dos hombre se enfrentaron, obedeciendo las ásperas órdenes de Scully cuya cara, en la penumbra levemente alumbrada, bien se podía comparar a las austeras e impersonales líneas en las caras de los veteranos romanos. Los dientes del tipo del Este castañeaban, a la par que él daba saltos como un juguete mecánico. El vaquero estaba inmóvil como una roca.
Los oponentes no se habían quitado ninguna prenda. Cada uno tenía su apariencia habitual. Tenían los puños en alto y se observaban con una calma en la que se entrelazaban elementos de crueldad leonina.
Durante esta pausa, la mente del tipo del Este, como en una película, memorizó unas impresiones duraderas de los tres hombres: el maestro de ceremonias con nervios de acero; el sueco, pálido, estático, terrible; y Johnnie, sereno pero fiero, brutal pero heroico. Había en todo este preludio más tragedia de la que hay en la acción, y este aspecto se veía acentuado por el largo y suave ulular de la ventisca, conforme iba precipitándose la rodante y quejumbrosa nieve hacia el negro abismo del sur.
-¡Ahora! -dijo Scully.
Los dos contrincantes se lanzaron hacia adelante y chocaron como bueyes el uno contra el otro. Se oyó el sonido amortiguado de golpes y una blasfemia saliendo de entre los dientes apretados de uno de ellos.
En cuanto a los espectadores, el tipo del Este, aliviado, dejó escapar con violencia el aliento que había contenido a causa de la tensión de los preliminares. El vaquero dio un salto en el aire profiriendo un alarido. Scully estaba inmutable como si estuviera sumamente asombrado y aterrado ante la furia del combate que él mismo había permitido y arreglado.
Por un momento, el encuentro en la oscuridad fue tal mezcla de brazos que volaban que no parecía verse más que cuando se ve una rueda girando rápidamente. De vez en cuando brillaba una cara como iluminada por una destello de luz, una cara espantosa y marcada por manchas rosadas. Unos instantes después, los hombres hubiesen podido ser sombras si no se oyeran las blasfemias involuntariamente proferidas que llegaban de ellos en murmullos.
De repente, un brutal deseo guerrero se apoderó del vaquero, y se echó hacia delante con la velocidad de un caballo salvaje.
-¡Ánimo, Johnnie! ¡Dale! ¡Mátale! ¡Mátale!
Scully se enfrentó a él.
-Quédese atrás -dijo, y por su mirada el vaquero podía estar seguro de que aquel hombre era el padre de Johnnie.
Al tipo del Este la parecía una lucha monótona e inmutable que abominaba. Esta amalgama confusa le parecía eterna; se concentraba en desear el final, el inestimable final. En un momento dado los combatientes se bambolearon hacia él y al precipitarse torpemente hacia atrás, les oyó respirar como hombres en el potro de tormento.
-¡Mátale, Johnnie! ¡Mátale! ¡Mátale! ¡Mátale!
La cara del vaquero estaba torcida como la de una de esas máscaras que hay en los museos.
-Quédese quieto -dijo Scully con voz glacial.
Entonces se oyó un gruñido repentino y fuerte, incompleto, interrumpido de golpe, y el cuerpo de Johnnie fue apartado lejos del sueco y se desplomó en la hierba con una pesadez espeluznante. El vaquero apenas llegó a tiempo para impedir al sueco loco que se abalanzara sobre su postrado adversario.
-Nada de eso -dijo el vaquero, interponiendo un brazo entre ambos-. Espere un momento.
Scully estaba al lado de su hijo.
-¡Johnnie! ¡Johnnie, hijo mío! -En su voz se apreciaba una ternura melancólica-.¡Johnnie! ¿Crees que puedes seguir?
Miró ansiosamente hacia la cara sangrante e informe de su hijo.
Hubo un momento de silencio, y entonces contestó Johnnie con su voz de siempre:
-Sí, yo ...es...Sí.
Ayudado por su padre luchó para ponerse en pie.
-Ahora espera un rato hasta recobrar el aliento -dijo el anciano.
Unos pasos más allá el vaquero estaba sermoneando al sueco.
-¡Nada de eso! ¡Espere un momento!
El tipo del Este estaba tirando de la manga a Scully.
-Oh, ya basta,imploró. ¡Ya basta! Déjelo tal y como está.¡Ya basta!
-Bill -dijo Scully-.Sal de en medio.
El vaquero se apartó
-Ahora.
Los contrincantes actuaban ahora con más cautela conforme iban avanzando hacia el embate.Se miraban fija y ferozmente, y entonces el sueco lanzó un raudo golpe que llevaba con él todo su peso. Johnnie, claro está estaba medio atontado por la debilidad, pero lo evitó milagrosamente y como el sueco se había desequilibrado, el puño de Johnnie lo dejó tendido en el suelo.
El vaquero, Scully y el tipo del Este, soltaron vítores de alegría que recordaban un coro de triunfantes soldados, pero, antes de que concluyeran, el sueco se había levantado ágilmente y se había lanzado con ímpetu feroz hacia su enemigo. Hubo otra amalgama de brazos que volaban, y el cuerpo de Johnnie otra vez fue apartado bruscamente y cayó al suelo como caería un fardo de un tejado. El sueco enseguida se tambaleó hacia un árbol azotado por el viento y se apoyó en él, respirando como un motor, mientras sus ojos salvajes y llameantes, iban de una cara a otra mientras los hombres se inclinaban sobre Johnnie. Su situación le daba un esplendor aislado en aquel momento y el tipo del Este lo sintió una vez cuando levantando la vista del hombre del suelo, contempló la misteriosa y solitaria silueta que allí esperaba.
-¿Estás mejor, Johnnie? -preguntó Scully con voz rota.
El hijo resolló y abrió los ojos lánguidamente. Después de un momento contestó:
-No...no lo estoy...nada mejor...ya...no.
Entonces, a causa de la vergüenza y el mareo que sentía, empezó a sollozar. Las lágrimas cavaron surcos en las manchas de sangre de su cara.
-Era demasiado...demasiado...demasiado pesado para mí.
Scully se enderezó y se dirigió a la silueta que esperaba.
-Forastero -dijo con voz serena-, ya hemos perdido.
Entonces su voz cambió y tomó la vibrante ronquera que suele ser el tono empleado para dar las más sencillas y terribles noticias.
-Johnnie está vencido.
Sin replicar, el ganador salió en dirección a la puerta principal del hotel.
El vaquero estaba formulando nuevas e irrepetibles blasfemias. El tipo del Este se asustaba al descubrir que estaban en medio de una ventisca que parecía venir directamente de los sombríos témpanos árticos. Otra vez volvió a oír el alarido de la nieve conforme era arrastrada hacia su tumba en el sur. Entonces se dio cuenta de que todo ese tiempo el frío le había penetrado cada vez más profundamente y se sorprendió de no haber perecido. Sentía indiferencia por la condición del perdedor.
-Johnnie, ¿puedes caminar? -preguntó Scully.
-¿Le he hecho...hecho daño? -preguntó el hijo.
-¿Puedes caminar, hijo? ¿Puedes caminar?
La voz de Johnnie se alzó de súbito. e
En ella se percibía una gran impaciencia.
-¡Te he preguntado si le he hecho daño!
-Sí, sí, Johnnie -contestó el vaquero consolándole-.Está malherido.
Le levantaron del suelo y una vez de pie se alejó vacilante, rechazando todos los intentos de ayuda. Cuando todos dieron la vuelta a la esquina casi les cegó el azote de la nieve. Les quemaba la cara como fuego. El vaquero llevó a Johnnie a través de la ventisca hasta la puerta. A su entrada algunas cartas volvieron a volar desde el suelo y a golpear el muro.
El tipo del Este se precipitó hacia la estufa. Se había enfriado tanto que casi se atrevió a abrazar el metal reluciente. El sueco no se encontraba en la habitación, Johnnie se dejó caer en una silla y doblando los brazos alrededor de sus rodillas, enterró su cara entre ellos. Scully, calentándose un pie y luego otro en el borde de la estufa, murmuraba para sí mismo con céltica pesadumbre. El vaquero se había quitado la gorra de piel y con aire atontado y desconsolado se pasaba una mano por sus alborotados rizos. Por encima de sus cabezas podían oír el crujir de la madera, conforme el sueco caminaba pesadamente arriba y abajo de su cuarto.
La triste quietud fue interrumpida por la súbita apertura de la puerta que daba a la cocina. Fue seguida en el acto de una invasión de mujeres. Se precipitaron sobre Johnnie en medio de un coro de lamentos antes de llevarse a su presa a la cocina para allí ser bañada y arengada con esa mezcla de simpatía e insulto que es una hazaña de su sexo, la madre se enderezó y le clavó al viejo Scully una mirada de duro reproche,
-¡Deberías avergonzarte, Patrick Scully! -gritó ella-. Y tu propio hijo. ¡Deberías avergonzarte!
-¡Basta ya!¡Cálmate de una vez!-dijo débilmente el anciano.
¡Deberías avergonzarte, Patrick Scully!
Las muchachas, adoptando esta consigna, arrugaron la nariz despectivamente hacia los temblorosos cómplices, el vaquero y el tipo del Este. Y entonces se llevaron a Johnnie en brazos, dejando a los tres hombres hundidos en funestas reflexiones.
VII
-Me gustaría pelear yo mismo con ese holandés -dijo el vaquero rompiendo un largo silencio.
Scully sacudió tristemente la cabeza.
-No, eso no. No estaría bien, no estaría bien.
-Bueno, ¿y por qué no? -razonó el vaquero-. No hay ningún mal en ello.
-No -contestó Scully con lúgubre heroísmo-. No estaría bien. Era el combate de Johnnie, y ahora no debemos acabar con ese tipo sólo porque acabó con Johnnie.
-Sí, eso es bastante cierto -dijo el vaquero-Pero...que no se haga el listo conmigo porque quizá no pueda resistirlo.
-Tú no le dirás ni una palabra -ordenó Scully, y en ese momento oyeron los pasos del sueco en las escaleras.
Hizo una entrada teatral. Abrió la puerta con un fuerte golpe y dándose aires se colocó en el centro de la habitación. Nadie miró.
-Bueno -gritó con insolencia a Scully-, supongo que ahora usted me dirá cuánto le debo.
El anciano permaneció impasible.
-Usted no me debe nada,
-¡Ja! -dijo el sueco-.¡Ja! No le debo nada.
El vaquero se dirigió al sueco.
-Forastero, no veo por qué viene por aquí tan contento.
El viejo Scully en seguida se puso alerta.
-¡Basta! -gritó alzando la palma abierta hacia ellos- ¡Bill, cállate!
El vaquero escupió cautelosamente en la caja de serrín.
-¿Yo? -preguntó- ¡Si no he dicho ni una palabra!
-Señor Scully -llamó el sueco-. ¿Cuánto le debo?
Se le veía listo para salir con la maleta en la mano.
-Usted no me debe nada -repitió Scully igual de imperturbable.
-¡Ja! -dijo el sueco-.Me parece que tiene razón. Me parece que si alguien debe algo a alguien es usted a mí. Eso es lo que me parece.
Se volvió hacia el vaquero y le imitó irónicamente.
-¡Mátale! ¡Mátale! ¡Mátale!
Entonces soltó una carcajada victoriosa.
-¡Mátale!
Se desternillaba el sueco con la sorna.
Pero era como si se hubiese reído de los muertos. Los tres hombres permanecían inmutables y silenciosos, fijando sus ojos vidriosos en la estufa.
El sueco abrió la puerta y salió al atormenta, lanzando una mirada socarrona hacia atrás, hacia el grupo silencioso e inmóvil.
[*** llegado a este punto de la narración Auster escribe: "La historia bien podría acabar ahí, porque ese momento marca el final de la acción en el hotel azul, y a su modo habría sido un final perfecto, la brusca pero satisfactoria conclusión de una obra apasionante, pero Crane sigue adelante con otros dos capítulos para ahondar más, y luego más aún, en las consecuencias de lo que ha puesto en movimiento, transformando lo que ya era una buena historia en un relato extraordinario"p.773]
Apenas cerró la puerta Scully y el vaquero se levantaron de un salto y empezaron a blasfemar. Se pasearon pesadamente por la habitación, agitando los brazos y golpeando el aire con los puños.
-Vaya, ¡ha sido un momento difícil! -bramó Scully-.¡Ha sido un momento difícil! ¡Con ese tipo mofándose de esa manera! ¡Hubiera dado cuarenta dólares por aplastarle la nariz en ese momento! ¿Cómo pudiste soportarlo Bill?
-¿Cómo lo he podido soportar? -gritó el vaquero con voz temblorosa- ¿Cómo lo he podido soportar? ¡Vaya!
El anciano explotó con su acento irlandés.
-¡Me gustaría agarrar a ese sueco -vociferó- y echarlo al suelo y hacerle puré a palos!
El vaquero gruñó con aprobación.
-¡Me gustaría cogerlo por el cuello y hacerle picadillo!
Golpeó su mano contra una silla haciendo un ruido que parecía un disparo.
-¡Hacer picadillo a ese holandés hasta que él mismo no se pudiera distinguir de un coyote muerto!
-Lo apalearía hasta que...
-Le enseñaría algunas cosas...
Y entonces los dos elevaron un grito ansioso y fanático.
-¡Vaya! Ojalá pudiésemos...
-¡Sí!
-¡Sí!
-Y entonces yo le...
-¡Ooooh!
VIII
El sueco, asiendo con fuerza su maleta, se enfrentó cual velero a la tormenta. Estaba siguiendo una línea de pequeños y miserables árboles desnudos que él sabía debían marcar el camino de la carretera. Su cara, aún recientes los golpes de los nudos de Johnnie, sintió más placer que dolor en el viento y la nieve que transportaba.
Finalmente varias formas cuadradas se elevaron ante él, y reconoció las casas de la parte principal de la ciudad. Encontró una calle y la recorrió, inclinándose pesadamente contra el viento cada vez que, en una esquina, le sorprendía la terrible ráfaga.
Aquello hubiera podido ser una aldea abandonada. Nos figuramos el mundo como un lugar ocupado por una humanidad conquistadora y exaltada, pero allí, con el sonar de las trompetas de la tempestad, era difícil imaginarse un planeta poblado. Entonces la existencia del hombre a uno le parece algo asombroso y otorga un encanto especial a esos piojos que por alguna razón tuvieron que aferrarse a esa bola que da vueltas, perdida en el espacio, con su carga de violentos fuegos, de implacables hielos y de pululantes enfermedades. La arrogancia del hombre, según explicaba la tormenta, era el verdadero motor de la vida. No morir en ello era fanfarronería. Sin embargo el sueco encontró un saloon.
Frente a él ardía una indomable luz roja, y los copos de nieve tomaban el color de la sangre al volar por el delimitado territorio del brillo de la lámpara. El sueco abrió la puerta del saloon de un empujón y entró. Había un gran espacio lleno de arena ante él, y al fondo cuatro hombres estaban sentados alrededor de una mesa y bebían. Por un lado de la habitación se extendía una rutilante barra y su guardián se inclinaba sobre sus codos para escuchar lo que decían los hombres de la mesa. El sueco dejó caer su maleta al suelo y, dirigiendo una sonrisa fraternal al encargado, dijo:
-Sírvame whisky, por favor.
El hombre puso una botella, un vaso de whisky y un vaso de espesa agua helada sobre la barra. El sueco se sirvió una exagerada cantidad de whisky y se lo bebió en tres tragos.
-Una mala noche -comentó el encargado con indiferencia.
Estaba haciendo la vista gorda, lo que generalmente era una especialidad de su profesión; pero en realidad estaba estudiando furtivamente las manchas de sangre medio borradas de la faz del sueco.
-Una mala noche -volvió a decir.
-Bueno, para mí tampoco está tan mal -repuso el sueco audazmente mientras se servía más whisky.
El encargado cogió su moneda y la deslizó por el mostrador hacia sí hasta la plateada y brillante caja registradora. sonó una campana; una etiqueta marcada con 20 centavos había aparecido.
-No -prosiguió el sueco- este tiempo no está tan mal. Para mí tampoco está tan mal.
¿Y? -murmuró lánguidamente el encargado.
Los copiosos tragos llenaban dpe lágrimas los ojos del sueco, y su respiración se hacía un tanto más profunda.
-Sí, me gusta este tiempo. Me gusta. A mí me va bien.
Era aparentemente su propósito impartir un significado importante a aquellas palabras.
-¿Y? -murmuró de nuevo el encargado.
Se volvió para contemplar aparentemente a los pájaros parecidos a espirales y a las espirales parecidas a pájaros que habían sido dibujados con jabón en los espejos que había detrás de la barra.
-Bueno, me parece que tomaré otra copa -dijo el sueco entonces-.¿Le apetece algo?
-No, gracias; no bebo -contestó el encargado. Después preguntó:
-¿Qué le ha pasado a su cara?
El sueco empezó en seguida a jactarse en voz alta.
-Pues fue en una pelea. Le he dado una tremenda paliza a un tipo de allí, en el hotel de Scully.
El interés de los cuatro hombres de la mesa por fin se había despertado.
-¿Quién era? -dijo uno de ellos.
-Johnnie Scully -alardeó el sueco-.El hijo del dueño. Estará medio muerto durante unas semanas, se lo digo yo. Desde luego, le he zurrado bien. No se podía levantar, Tuvieron que llevarle en brazos a casa. ¿Les apetece un trago?
Los hombres, de algún modo imperceptible, se volvieron instantáneamente más reservados.
-No, gracias -dijo uno de ellos.
El grupo era una curiosa amalgama. Dos de ellos eran prominentes hombres de negocios locales; el primero era el fiscal del distrito, y el segundo un jugador profesional de la clase conocida como legal. Pero un examen del grupo no hubiese permitido a un observador distinguir el jugador de los hombres con ocupaciones más respetables. Era, de hecho, un hombre de modales tan delicados cuando se encontraba con gente educada, y tan juicioso al elegir sus víctimas, que en la parte estrictamente masculina de la vida de la ciudad había llegado a gozar de la confianza y la admiración de todos.La gente decía de él que tenía clase.Su arte era considerado con temor y desprecio y era sin duda por esa razón que su tranquila dignidad sobresalía por encima de la tranquila dignidad de los hombres que bien podían ser sombrereros, marcadores de billares o empleados de las tiendas de comestibles. Aparte de algún ocasional viajero desprevenido que llegaba con el tren, este jugador se suponía que sólo cazaba a irresponsables y seniles granjeros, quienes, cuando la cosecha había sido buena, venían en coche a la ciudad con todo el orgullo y confianza de una estupidez absolutamente invulnerable. Cuando alguna vez se enteraban por los rumores de que un granjero de esos había sido desplumado, los hombres importantes de Romper se burlaban invariablemente con desprecio de la víctima, y si pensaban en el predador, era con una especie de orgullo al saber que no se atrevería a pensar en atacar la sabiduría y el coraje de ellos.Además se decía que este jugador tenía una mujer y dos niños de verdad en una hermosa casita de las afueras, en la que llevaba una vida de familia ejemplar; y cuando cualquiera apenas sugería alguna discrepancia sobre aquel personaje, la multitud rápidamente vociferaba descripciones de su virtuoso círculo familiar. Entonces los hombres que llevaban ejemplares vidas familiares y los hombres que no llevaban ejemplares vidas familiares se callaban a la vez, comentando que no había más que decir.
Sin embargo, cuando se le imponía una restricción -como, por ejemplo, cuando una camarilla de miembros del nuevo club Pollywog se negaba a dejarle aparecer en las salas de la organización, ni siquiera como espectador -el candor y la dulzura con los que aceptaba la sentencia desarmaba a muchos de sus enemigos y animaba aún más a sus amigos para defenderle. Se destacaba invariablemente de un ciudadano respetable de Romper con tanta velocidad y franqueza que sus modales parecían ser un continuo cumplido público.
Y no se debe olvidar el hecho fundamental de su posición en Romper. Es irrefutable que en todos los asuntos, salvo por sus ocupación,en todas las cuestiones que suelen ocurrir sin cesar entre hombres,este jugador de cartas, este embustero jugador de cartas era tan generoso, tan justo, tan moral, que en una competición hubiera contado con las conciencias de nueve de entre cada diez ciudadanos de Romper.
Y se daba el caso de que estaba sentado en aquel saloon con los dos principales comerciantes locales y con el fiscal del distrito.
El sueco siguió bebiendo whisky puro, mientras escupía palabras al encargado del bar y le intentaba persuadir de que compartiera la botella con él.
-Venga. Tómese una copa. Venga ¿Cómo?, ¿no?Bueno, tómese una copita entonces. Por Dios, he vencido a un hombre esta noche, y tengo ganas de celebrarlo. Le he dado una buena paliza, además. Caballeros -gritó el sueco a los hombres de la mesa-.¿Quieren una copa?
-¡Chist! -dijo el encargado.
El grupo de la mesa, a pesar de estar discretamente atento, había fingido estar charlando animadamente, pero ahora uno de los hombres levantó la vista hacia el sueco y dijo, brevemente:
-Gracias. Ya no queremos más.
Oyendo esta respuesta el sueco hinchó el pecho como un gallo.
-Vaya -explotó-.Parece que no puedo encontrar a nadie en esta ciudad que beba conmigo. Así parece, ¿verdad que sí? ¡Vaya!
-¡Chist! -dijo el encargado.
-Oiga -ladró el sueco- no intente hacerme callar. No lo permitiré. Soy un caballero y quiero que la gente beba conmigo. Y quiero que beban conmigo ahora. Ahora, ¿está claro?
Golpeó la barra con los nudillos.
Años de experiencia habían endurecido al encargado-. Sólo se volvió más mohíno.
-Ya le oigo -contestó.
-Bueno -dijo el sueco-, entonces escúcheme bien. ¿Ve aquellos hombres allí? Pues van a beber conmigo y no se le olvide. Ahora observe bien.
-Oiga -dijo el encargado-.¡De eso nada!
-¿Y por qué? -preguntó el sueco.
Caminó con rapidez hacia la mesa, y por casualidad puso su mano en el hombro del jugador.
-Bueno,¿qué les pasa? -preguntó iracundo- Les he invitado a beber conmigo.
El jugador sólo volvió la cabeza y habló por encima de su hombro.
-Amigo, no le conozco.
-¡Diablos! -contestó el sueco-. Tómese un trago conmigo.
-Oiga, muchacho -le avisó amablemente el jugador-, quite su mano de mi hombro y vaya a ocuparse de sus propios asuntos.
Era un hombre pequeño y delgado, y parecía extraño oírle dirigirse al corpulento sueco con aquel tono heroicamente paternalista. Los demás hombres de la mesa no decían nada.
-¿Cómo? ¿No quiere beber conmigo i pequeño amigo? ¡Pues le haré beber! ¡Le haré beber!
El sueco cogió al jugador furiosamente por la pechera, y lo estaba arrancando de su silla. Los otros hombres se levantaron de un salto. el encargado dio rápidamente la vuelta a la barra. Hubo una gran conmoción y entonces se pudo ver una larga navaja en la mano del jugador. Hubo un movimiento fugaz y un cuerpo humano, esa ciudadela de virtud, sabiduría, poder, fue agujereado tan fácilmente como si se hubiera tratado de un melón. El sueco se desplomó con un grito de absoluta sorpresa.
Los importantes comerciantes y el fiscal del distrito debieron retroceder como pudieron para esfumarse. El encargado se encontró agarrándose débilmente al brazo de un sillón y mirando en los ojos de un asesino.
-Henry -dijo éste último mientras secaba su navaja en una de las toallas suspendidas bajo la barra-, diles dónde pueden encontrarme. Los estaré esperando en casa.
Y desapareció. Un momento más tarde. el encargado estaba en la calle pidiendo a gritos auxilio y también compañía en medio de la tormenta.
El cadáver del sueco, solitario en el saloon, tenía los ojos fijos dirigidos hacia una terrible frase que coronaba la caja registradora: "Aquí se registra el importe de su adquisición".
IX
Meses más tarde, el vaquero estaba friendo cerdo sobre una estufa en un pequeño rancho cerca de la frontera con Dakota, cuando fuera se oyó el rápido golpear de cascos, y en seguida entró el tipo del Este con las cartas y los papeles.
-Bueno -dijo en seguida el tipo del Este-.Al hombre que mató al sueco le han caído tres años. No es mucho ¿verdad?
-¿Ah, sí? ¿Tres años? -el vaquero dejó la sartén con el cerdo mientras rumiaba la noticia-.¡Tres años!No es mucho.
-No. Ha sido una sentencia leve -repuso el tipo del Este mientras se desabrochaba las espuelas-. Parece que en Romper a todos les caía bien.
-Si el encargado hubiera sido listo -observó el vaquero pensativo-, hubiera roto una botella sobre la cabeza de aquél holandés desde buen principio y hubiera detenido toda aquella violencia.
-Sí, mil cosas hubieran podido suceder -añadió con acritud el tipo del Este.
El vaquero volvió a poner su sartén con el cerdo al fuego, pero siguió especulando.
-Es raro ¿verdad? si no hubiese dicho que Johnnie hacía trampas estaría vivo en este momento. Era terriblemente estúpido. Y en un juego de diversión. Sin dinero. Yo creo que estaba loco.
-Lo siento por aquel jugador -dijo el tipo del Este.
-Bueno, yo también -dijo el vaquero-.No se merece nada de esto por matar a quien mató.
-El sueco no hubiese muerto si todo hubiese sido legal.
-¿No hubiese muerto? -exclamó el vaquero- ¿Todo legal? ¡Pero, si dijo que Johnnie hacía trampas y se comportó como un necio! Y después en el saloon, ¡pero si casi pidió que le hicieran daño!
Con todos esos argumentos, el vaquero amedrentó al tipo del Este haciéndole enfurecer.
-¡Eres un cretino! -gritó fieramente el tipo del Este-. Eres un necio un millón de veces mayor que el sueco. Ahora déjame decirte algo. Voy a decirte algo. ¡Escucha!¡Johnnie estaba realmente haciendo trampas!
-¿Johnnie? -dijo el vaquero sin expresión.
Hubo un minuto de silencio y entonces dijo con seguridad:
-Pero no. Aquella partida era sólo para divertirnos.
-Diversión o no -dijo el tipo del Este-.Johnnie hacía trampas. Le vi. Lo sé. Le vi. Y me negué a levantarme y ser un hombre. Dejé que el sueco se peleara solo. Y tú...tú no estabas más que jadeando en aquel sitio con ganas de pelea. ¡Hasta el mismo Scully! ¡Todos fuimos cómplices! Este pobre jugador ni siquiera es un nombre. Es una especie de adverbio. Cada pecado es el resultado de una colaboración. Nosotros cinco hemos colaborado en el asesinato de aquel sueco. en general hay entre doce y cuarenta mujeres implicadas en cada asesinato. Pero en este caso parece haber tan sólo cinco hombres: Tú, yo, Johnnie, el viejo Scully; y aquel tonto de jugador con mala pata, sólo llegó como la culminación, el climas de un movimiento humano y a él se le castiga.
El vaquero, ofendido, se rebelaba y gritaba ciegamente en la bruma de esta misteriosa teoría:
-Bueno, yo no tengo la culpa de nada ¿verdad?