30 enero, 2022

Stephen CRANE "El Hotel Azul" (II Parte y Final)


El Hotel Azul/ Primera parte






VI
    Los hombres se prepararon para salir. El tipo del Este estaba tan nervioso que le costaba mucho pasar los brazos por las mangas de su nueva chaqueta de cuero. Al vaquero le temblaban las manos mientras se enfundaba su gorra de piel. De hecho Johnnie y el viejo Scully eran los únicos que no mostraban nerviosismo. Estos preliminares seguían sin palabras.
    Scully abrió la puerta de golpe.
    -Bueno, vamos -dijo.
    En seguida un terrible viento azotó la llama de la lámpara, mientras una nube de negro humo escapaba de la chimenea. La estufa estaba a medio camino de la ráfaga de aire y su voz creció hasta igualar el rugido de la tormenta. Algunas de las maltratadas cartas fueron arrancadas del suelo y proyectadas, indefensas, contra la pared del fondo. Los hombres inclinaron sus cabezas y se lanzaron a la tempestad como si fuese el mar.
    No nevaba, pero grandes torbellinos y nubes se lanzaban ululando hacia el sur, rápidos como balas, llevándose la nieve arrancada del suelo por vientos frenéticos. Aquella tierra nevada tenía el azul lustroso de un satén sobrenatural, y no se veía otro color salvo el de la luz resplandeciente como una joya pequeña, del lugar -que ahora parecía terriblemente lejano- donde se encontraba la baja y negra estación de ferrocarril. Mientras los hombres se desplazaban con dificultad entre la nieve que les alcanzaba a  los muslos, se percataron de que el sueco les estaba gritando algo. Scully fue hacia él, le puso la mano en el hombro y se le acercó y aguzó el oído.
    -¿Qué es lo que está diciendo? -gritó.
    -Digo -volvió a vociferar el sueco- que no podré aguantar mucho contra esta camarilla. Sé que me vais a atacar todos a la vez.
    Scully le dio una palmada en el brazo.
    -¿Pero, qué dice, hombre? -prorrumpió.
    El viento arrancó las palabras de los labios de Scully y las  esparció a lo lejos.
    -Sois una pandilla de...-bramó el sueco, pero la tormenta  también se apoderó del final de aquella frase.
    Dándole inmediatamente la espalda al viento, los hombres habían dado la vuelta a la esquina, hacia el lado protegido del hotel. La función de la pequeña casa era la de preservar aquí, en medio de aquella gran desolación nevada, una forma de V irregular con hierba helada que crujía bajo sus pies. No faltaban montículos de nieve en las esquinas azotadas por el viento. Cuando todos habían alcanzado la relativa tranquilidad de aquel lugar vieron que el sueco seguía clamando.
    -¡Oh, ya sé qué habéis pensado! Sé que saltaréis todos sobre mí...¡pero puedo con todos vosotros!
    Scully se volvió hacia él cual pantera.
    -No tendrá que darnos una paliza a todos. Sólo tendrá que dársela a mi hijo Johnnie. Y el listo que pretenda estorbarle mientras lo haga tendrá que vérselas conmigo.
    Las disposiciones se decidieron enseguida. Los dos hombre se enfrentaron, obedeciendo las ásperas órdenes de Scully cuya cara, en la penumbra levemente alumbrada, bien se podía comparar a las austeras e impersonales líneas en las caras de los veteranos romanos. Los dientes del tipo del Este castañeaban, a la par que él daba saltos como un juguete mecánico. El vaquero estaba inmóvil como una roca.
    Los oponentes no se habían quitado ninguna prenda. Cada uno tenía su apariencia habitual. Tenían los puños en alto y se observaban con una calma en la que se entrelazaban elementos de crueldad leonina.
    Durante esta pausa, la mente del tipo del Este, como en una película, memorizó unas impresiones duraderas de los tres hombres: el maestro de ceremonias con nervios de acero; el sueco, pálido, estático, terrible; y Johnnie, sereno pero fiero, brutal pero heroico. Había en todo este preludio más tragedia de la que hay en la acción, y este aspecto se veía acentuado por el largo y suave ulular de la ventisca, conforme iba precipitándose la rodante y quejumbrosa nieve hacia el negro abismo del sur.
    -¡Ahora! -dijo Scully.
    Los dos contrincantes se lanzaron hacia adelante y chocaron como bueyes el uno contra el otro. Se oyó el sonido amortiguado de golpes y una blasfemia  saliendo de entre los dientes apretados de uno de ellos.
    En cuanto a los espectadores, el tipo del Este, aliviado, dejó escapar con violencia el aliento que había contenido a causa de la tensión de los preliminares. El vaquero dio un salto en el aire profiriendo un alarido. Scully estaba inmutable como si estuviera sumamente asombrado y aterrado ante la furia del combate que él  mismo había permitido y arreglado.
    Por un momento, el encuentro en la oscuridad fue tal mezcla de brazos que volaban que no parecía verse más que cuando se ve una rueda girando rápidamente. De vez en cuando brillaba una cara como iluminada por una destello de luz, una cara espantosa y marcada por manchas rosadas. Unos instantes después, los hombres hubiesen podido ser sombras si no se oyeran las blasfemias involuntariamente proferidas que llegaban de ellos en murmullos.
    De  repente, un brutal deseo guerrero se apoderó del vaquero, y se echó hacia delante con la velocidad de un caballo salvaje.
    -¡Ánimo, Johnnie! ¡Dale! ¡Mátale! ¡Mátale!
    Scully se enfrentó  a él.
    -Quédese atrás -dijo, y por su mirada el vaquero podía estar seguro de que aquel hombre era el padre de Johnnie.
    Al tipo del Este la parecía una lucha monótona e inmutable que abominaba. Esta amalgama confusa le parecía eterna; se concentraba en desear el final, el inestimable final. En un momento dado los combatientes se bambolearon hacia él y al precipitarse torpemente hacia atrás, les oyó respirar como hombres en el potro de tormento.
    -¡Mátale, Johnnie! ¡Mátale! ¡Mátale! ¡Mátale!
    La cara del vaquero estaba torcida como la de una de esas máscaras que hay en los museos.
    -Quédese quieto -dijo Scully con voz glacial.
    Entonces se oyó un gruñido repentino y fuerte, incompleto, interrumpido de golpe, y el cuerpo de Johnnie fue apartado lejos del sueco y se desplomó en la hierba con una pesadez espeluznante. El vaquero apenas llegó a tiempo para impedir al sueco loco que se abalanzara sobre su postrado adversario.
    -Nada de eso -dijo el vaquero, interponiendo un brazo entre ambos-. Espere un momento.
    Scully estaba al lado de su hijo.
    -¡Johnnie! ¡Johnnie, hijo mío! -En su voz se apreciaba una ternura melancólica-.¡Johnnie! ¿Crees que puedes seguir?
    Miró ansiosamente hacia la cara sangrante e informe de su hijo.
    Hubo un momento de silencio, y entonces contestó Johnnie con su voz de siempre:
    -Sí, yo ...es...Sí.
    Ayudado por su padre luchó para ponerse en pie.
    -Ahora espera un rato hasta recobrar el aliento -dijo el anciano.
    Unos pasos más allá el vaquero estaba sermoneando al sueco.
    -¡Nada de eso! ¡Espere un momento!
    El tipo del Este estaba tirando de la manga a Scully.
    -Oh, ya basta,imploró. ¡Ya basta! Déjelo tal y como está.¡Ya basta!
    -Bill -dijo Scully-.Sal de en medio.
    El vaquero se apartó
    -Ahora.
    Los contrincantes actuaban ahora con más cautela conforme iban avanzando hacia el embate.Se miraban fija y ferozmente, y entonces el sueco lanzó un raudo golpe que llevaba con él todo su peso. Johnnie, claro está estaba medio atontado por la debilidad, pero lo evitó milagrosamente y como el sueco se había desequilibrado, el puño de Johnnie lo dejó tendido en el suelo.
    El vaquero, Scully y el tipo del Este, soltaron vítores de alegría que recordaban un coro de triunfantes soldados, pero, antes de que concluyeran, el sueco se había levantado ágilmente y se había lanzado con ímpetu feroz hacia su enemigo. Hubo otra amalgama de brazos que volaban, y el cuerpo de Johnnie otra vez fue apartado bruscamente y cayó al suelo como caería un fardo de un tejado. El sueco enseguida se tambaleó hacia un árbol azotado por el viento y se apoyó en él, respirando como un motor, mientras sus ojos salvajes y llameantes, iban de una cara a otra mientras los hombres se inclinaban sobre Johnnie. Su situación le daba un esplendor aislado en aquel momento y el tipo del Este lo sintió una vez cuando levantando la vista del hombre del suelo, contempló la misteriosa y solitaria silueta que allí esperaba.
    -¿Estás mejor, Johnnie? -preguntó Scully con voz rota.
    El hijo resolló y abrió los ojos lánguidamente. Después de un momento contestó:
    -No...no lo estoy...nada mejor...ya...no.
    Entonces, a causa de la vergüenza y el mareo que sentía, empezó a sollozar. Las lágrimas cavaron surcos en las manchas de sangre de su cara.
    -Era demasiado...demasiado...demasiado pesado para mí.
    Scully se enderezó y se dirigió a la silueta que esperaba.
    -Forastero -dijo con voz serena-, ya hemos perdido.
    Entonces su voz cambió y tomó la vibrante ronquera que suele ser el tono empleado para dar las más sencillas y terribles noticias.
    -Johnnie está vencido.
    Sin replicar, el ganador salió en dirección a la puerta principal del hotel.
    El vaquero estaba formulando nuevas e irrepetibles blasfemias. El tipo del Este se asustaba  al descubrir que estaban en medio de una ventisca que parecía venir directamente de los sombríos témpanos árticos. Otra vez volvió a oír el alarido de la nieve conforme era arrastrada hacia su tumba en el sur. Entonces se dio cuenta de que todo ese tiempo el frío le había penetrado cada vez más profundamente y se sorprendió de no haber perecido. Sentía indiferencia por la condición del perdedor.
    -Johnnie, ¿puedes caminar? -preguntó Scully.
    -¿Le he hecho...hecho daño? -preguntó el hijo.
    -¿Puedes caminar, hijo? ¿Puedes caminar?
    La voz de Johnnie se alzó de súbito. e
En ella se percibía una gran impaciencia.
    -¡Te he preguntado si le he hecho daño!
    -Sí, sí, Johnnie -contestó el vaquero consolándole-.Está malherido.
    Le levantaron del suelo y una vez de pie se alejó vacilante, rechazando todos los intentos de ayuda. Cuando todos dieron la vuelta a la esquina casi les cegó el azote de la nieve. Les quemaba la cara como fuego. El vaquero llevó a Johnnie a través de la ventisca hasta la puerta. A su entrada algunas cartas volvieron a volar desde el suelo y a golpear el muro.
    El tipo del Este se precipitó hacia la estufa. Se había enfriado tanto que casi se atrevió a abrazar el metal reluciente. El sueco no se encontraba en la habitación, Johnnie se dejó caer en una silla y doblando los brazos alrededor de sus rodillas, enterró su cara entre ellos. Scully, calentándose un pie y luego otro en el borde de la estufa, murmuraba para sí mismo con céltica pesadumbre. El vaquero se había quitado la gorra de piel y con aire atontado y desconsolado se pasaba una mano por sus alborotados rizos. Por encima de sus cabezas podían oír el crujir de la madera, conforme el sueco caminaba pesadamente arriba y abajo de su cuarto.
    La triste quietud fue interrumpida por la súbita  apertura de la puerta que daba a la cocina. Fue seguida en el acto de una invasión de mujeres. Se precipitaron sobre Johnnie en medio de un coro de lamentos antes de llevarse a su presa a la cocina para allí ser bañada y arengada con esa mezcla de simpatía e insulto que es una hazaña de su sexo, la madre se enderezó y le clavó al viejo Scully una mirada de duro reproche,
    -¡Deberías avergonzarte, Patrick Scully! -gritó ella-. Y tu propio hijo. ¡Deberías avergonzarte!
    -¡Basta ya!¡Cálmate de una vez!-dijo débilmente el anciano.
    ¡Deberías avergonzarte, Patrick Scully!
    Las muchachas, adoptando esta consigna, arrugaron la nariz despectivamente hacia los temblorosos cómplices, el vaquero y el tipo del Este. Y entonces se llevaron a Johnnie en brazos, dejando a los tres hombres hundidos en funestas reflexiones.
                                        VII
    -Me gustaría pelear yo mismo con ese holandés -dijo el vaquero rompiendo un largo silencio.
    Scully sacudió tristemente la cabeza.
    -No, eso no. No estaría bien, no estaría bien.
    -Bueno, ¿y por qué no? -razonó el vaquero-. No hay ningún mal en ello.
    -No -contestó Scully con lúgubre heroísmo-. No estaría bien. Era el combate de Johnnie, y ahora no debemos acabar con ese tipo sólo porque acabó con Johnnie.
    -Sí, eso es bastante cierto -dijo el vaquero-Pero...que no se haga el listo conmigo porque quizá no pueda resistirlo.
    -Tú no le dirás ni una palabra -ordenó Scully, y en ese momento oyeron los pasos del sueco en las escaleras.
    Hizo una entrada  teatral. Abrió la puerta con un fuerte golpe y dándose aires se colocó en el centro de la habitación. Nadie miró.
    -Bueno -gritó con insolencia a Scully-, supongo que ahora usted me dirá cuánto le debo.
    El anciano permaneció impasible.
    -Usted no me debe nada,
    -¡Ja! -dijo el sueco-.¡Ja! No le debo nada.
    El vaquero se dirigió al sueco.
    -Forastero, no veo por qué viene por aquí tan contento.
    El viejo Scully en seguida se puso alerta.
    -¡Basta! -gritó alzando la palma abierta hacia ellos- ¡Bill, cállate!
    El vaquero escupió cautelosamente en la caja de serrín.
    -¿Yo? -preguntó- ¡Si no he dicho ni una palabra!
    -Señor Scully -llamó el sueco-. ¿Cuánto le debo?
    Se le veía listo para salir con la maleta en la mano.
    -Usted no me debe nada -repitió Scully igual de imperturbable.
    -¡Ja! -dijo el sueco-.Me parece que tiene razón. Me parece que si alguien debe algo a alguien es usted a mí. Eso es lo que me parece.
    Se volvió hacia el vaquero y le imitó irónicamente.
    -¡Mátale! ¡Mátale! ¡Mátale!
    Entonces soltó una carcajada victoriosa.
    -¡Mátale!
    Se desternillaba el sueco con la sorna.
    Pero era como si se hubiese reído de los muertos. Los tres hombres permanecían inmutables y silenciosos, fijando sus ojos vidriosos en la estufa.
    El sueco abrió la puerta y salió al atormenta, lanzando una mirada socarrona hacia atrás, hacia el grupo silencioso e inmóvil.

                                    [*** llegado a este punto de la narración Auster escribe: "La historia bien podría acabar ahí, porque ese momento marca el final de la acción en el hotel azul, y a su modo habría sido un final perfecto, la brusca pero satisfactoria conclusión de una obra apasionante, pero Crane sigue adelante con otros dos capítulos para ahondar más, y luego más aún, en las consecuencias de lo que ha puesto en movimiento, transformando lo que ya era una buena historia  en un relato extraordinario"p.773]

  
    Apenas cerró la puerta Scully y el vaquero se levantaron de un salto y empezaron a blasfemar. Se pasearon pesadamente por la habitación, agitando los brazos y golpeando el aire con los puños.
    -Vaya, ¡ha sido un momento difícil! -bramó Scully-.¡Ha sido un momento difícil! ¡Con ese tipo mofándose de esa manera! ¡Hubiera dado cuarenta dólares por aplastarle la nariz en ese momento! ¿Cómo pudiste soportarlo Bill?
    -¿Cómo lo he podido soportar? -gritó el vaquero con voz temblorosa- ¿Cómo lo he podido soportar? ¡Vaya!
    El anciano explotó con su acento irlandés.
    -¡Me gustaría agarrar a ese sueco -vociferó- y echarlo al suelo y hacerle puré a palos!
    El vaquero gruñó con aprobación.
    -¡Me gustaría cogerlo por el cuello y hacerle picadillo!
    Golpeó su mano contra una silla haciendo un ruido que parecía un disparo.
    -¡Hacer picadillo a ese holandés hasta que él mismo no se pudiera distinguir de un coyote muerto!
    -Lo apalearía hasta que...
    -Le enseñaría algunas cosas...
    Y entonces los dos elevaron un grito ansioso y fanático.
    -¡Vaya! Ojalá pudiésemos...
    -¡Sí!
    -¡Sí!
    -Y entonces yo le...
    -¡Ooooh!
 
VIII
    El sueco, asiendo con fuerza su maleta, se enfrentó cual velero a la tormenta. Estaba siguiendo una línea de pequeños y miserables árboles desnudos que él sabía debían marcar el camino de la carretera. Su cara, aún recientes los golpes de los nudos de Johnnie, sintió más placer que dolor en el viento y la nieve que transportaba.
    Finalmente varias formas cuadradas se elevaron ante él, y reconoció las casas de la parte principal de la ciudad. Encontró una calle y la recorrió, inclinándose pesadamente contra el viento cada vez que, en una esquina, le sorprendía la terrible ráfaga.
    Aquello hubiera podido ser una aldea abandonada. Nos figuramos el mundo como un lugar ocupado por una humanidad conquistadora y exaltada, pero allí, con el sonar de las trompetas de la tempestad, era difícil imaginarse un planeta poblado. Entonces la existencia del hombre a uno le parece algo asombroso y otorga un encanto especial a esos piojos que por alguna razón tuvieron que aferrarse a esa bola que da vueltas, perdida en el espacio, con su carga de violentos fuegos, de implacables hielos y de pululantes enfermedades. La arrogancia del hombre, según explicaba la tormenta, era el verdadero motor de la vida. No morir en ello era fanfarronería. Sin embargo el sueco encontró un saloon.
    Frente a él ardía una indomable luz roja, y los copos de nieve tomaban el color de la sangre al volar por el delimitado territorio del brillo de la lámpara. El sueco abrió la puerta del saloon de un empujón y entró. Había un gran espacio lleno de arena ante él, y al fondo cuatro hombres estaban sentados alrededor de una mesa y bebían. Por un lado de la habitación se extendía una rutilante barra y su guardián se inclinaba sobre sus codos para escuchar lo que decían los hombres de la mesa. El sueco dejó caer su maleta al suelo y, dirigiendo una sonrisa fraternal al encargado, dijo:
    -Sírvame whisky, por favor.
    El hombre puso una botella, un vaso de whisky y un vaso de espesa agua helada sobre la barra. El sueco se sirvió una exagerada cantidad de whisky y se lo bebió en tres tragos.
    -Una mala noche -comentó el encargado con indiferencia.
    Estaba haciendo la vista gorda, lo que generalmente era una especialidad de su profesión; pero en realidad estaba estudiando furtivamente las manchas de sangre medio borradas de la faz del sueco.
    -Una mala noche -volvió a decir.
    -Bueno, para mí tampoco está tan mal -repuso el sueco audazmente mientras se servía más whisky.
    El encargado cogió su moneda y la deslizó por el mostrador hacia sí hasta la plateada y brillante caja registradora. sonó una  campana; una etiqueta marcada con 20 centavos había aparecido.
    -No -prosiguió el sueco- este tiempo no está tan mal. Para mí tampoco  está tan mal.
    ¿Y? -murmuró lánguidamente el encargado.
    Los copiosos tragos llenaban dpe lágrimas los ojos del sueco, y su respiración se hacía un tanto más profunda.
    -Sí, me gusta este tiempo. Me gusta. A mí me va bien.
    Era aparentemente su propósito impartir un significado importante a aquellas palabras.
    -¿Y? -murmuró de nuevo el encargado.
    Se volvió para contemplar aparentemente a los pájaros parecidos a espirales y a las espirales parecidas a pájaros que habían sido dibujados con jabón en los espejos que había detrás de la barra.
    -Bueno, me parece que tomaré otra copa -dijo el sueco entonces-.¿Le apetece algo?
    -No, gracias; no bebo -contestó el encargado. Después preguntó:
    -¿Qué le ha pasado a su cara?
    El sueco empezó en seguida a jactarse en voz alta.
    -Pues fue en una pelea. Le he dado una tremenda paliza a un tipo de allí, en el hotel de Scully.
    El interés de los cuatro hombres de la mesa por fin se había despertado.
    -¿Quién era? -dijo uno de ellos.
    -Johnnie Scully -alardeó el sueco-.El hijo del dueño. Estará medio muerto durante unas semanas, se lo digo yo. Desde luego, le he zurrado bien. No se podía levantar, Tuvieron que llevarle en brazos a casa. ¿Les apetece un trago?
    Los hombres, de algún modo imperceptible, se volvieron instantáneamente más reservados.
    -No, gracias -dijo uno de ellos.
    El grupo era una curiosa amalgama. Dos de ellos eran prominentes hombres de negocios locales; el primero era el fiscal del distrito, y el segundo un jugador profesional de la clase conocida como legal. Pero un examen del grupo no hubiese permitido a un observador distinguir el jugador de los hombres con ocupaciones más respetables. Era, de hecho, un hombre de modales tan delicados cuando se encontraba con gente educada, y tan juicioso al elegir sus víctimas, que en la parte estrictamente masculina de la vida de la ciudad había llegado a gozar de la confianza y la admiración de todos.La gente decía de él que tenía clase.Su arte era considerado con temor y desprecio y era sin duda por esa razón que su tranquila dignidad sobresalía por encima de la tranquila dignidad de los hombres que bien podían ser sombrereros, marcadores de billares o empleados de las tiendas de comestibles. Aparte de algún ocasional viajero desprevenido que llegaba con el tren, este jugador se suponía que sólo cazaba a irresponsables y seniles granjeros, quienes, cuando la cosecha había sido buena, venían en coche a la ciudad con todo el orgullo y confianza de una estupidez absolutamente invulnerable. Cuando alguna vez se enteraban por los rumores de que un granjero de esos había sido desplumado, los hombres importantes de Romper se burlaban invariablemente con desprecio de la víctima, y si pensaban en el predador, era con una especie de orgullo al saber que no se atrevería a pensar en atacar la  sabiduría y el coraje de ellos.Además se decía que este jugador tenía una mujer y dos niños de verdad en una hermosa casita de las afueras, en la que llevaba una vida de familia ejemplar; y cuando cualquiera apenas sugería alguna discrepancia sobre aquel personaje, la multitud rápidamente vociferaba descripciones de su virtuoso círculo familiar. Entonces los hombres que llevaban ejemplares vidas familiares y los hombres que no llevaban ejemplares vidas familiares se callaban a la vez, comentando que no había más que decir.
    Sin embargo, cuando se le imponía una restricción -como, por ejemplo, cuando una camarilla de miembros del nuevo club Pollywog se negaba a dejarle aparecer en las salas de la organización, ni siquiera como espectador -el candor y la dulzura con los que aceptaba la sentencia desarmaba a muchos de sus enemigos y animaba  aún más a sus amigos para defenderle. Se destacaba invariablemente de un ciudadano respetable de Romper con tanta velocidad y franqueza que sus modales parecían ser un continuo cumplido público.
    Y no se debe olvidar el hecho fundamental de su posición en Romper. Es irrefutable que en todos los asuntos, salvo por sus ocupación,en todas las cuestiones que suelen ocurrir sin cesar entre hombres,este jugador de cartas, este embustero jugador de cartas era tan generoso, tan justo, tan moral, que en una competición hubiera contado con las conciencias de nueve de entre cada diez ciudadanos de Romper.
    Y se daba el caso de que  estaba sentado en aquel saloon con los dos principales comerciantes locales y con el fiscal del distrito.
    El sueco siguió bebiendo whisky puro, mientras escupía palabras al encargado del bar y le intentaba persuadir de que compartiera la botella con él.
    -Venga. Tómese una copa. Venga ¿Cómo?, ¿no?Bueno, tómese una copita entonces. Por Dios, he vencido a un hombre esta noche, y tengo ganas de celebrarlo. Le he dado una buena paliza, además. Caballeros -gritó el sueco a los hombres de la mesa-.¿Quieren una copa?
    -¡Chist! -dijo el encargado.
    El grupo de la mesa, a pesar de estar discretamente atento, había fingido estar charlando animadamente, pero ahora uno de los hombres levantó la vista hacia el sueco y dijo, brevemente:
    -Gracias. Ya no queremos más.
    Oyendo esta respuesta el sueco hinchó el pecho como un gallo.
    -Vaya -explotó-.Parece que no puedo encontrar a nadie en esta ciudad que beba conmigo. Así parece, ¿verdad que sí? ¡Vaya! 
    -¡Chist! -dijo el encargado.
    -Oiga -ladró el sueco- no intente hacerme callar. No lo permitiré. Soy un caballero y quiero  que la gente beba conmigo. Y quiero que beban conmigo ahora. Ahora, ¿está claro?
    Golpeó la barra con los nudillos.
    Años de experiencia habían endurecido al encargado-. Sólo se volvió más mohíno.
    -Ya le oigo -contestó.
    -Bueno -dijo el sueco-, entonces escúcheme bien. ¿Ve aquellos hombres allí? Pues van a beber conmigo y no se le olvide. Ahora observe bien.
    -Oiga -dijo el encargado-.¡De eso nada!
    -¿Y por qué? -preguntó el sueco.
Caminó con rapidez hacia la mesa, y por casualidad puso su mano en el hombro del jugador.
    -Bueno,¿qué les pasa? -preguntó iracundo- Les he invitado a beber conmigo.
    El jugador sólo volvió la cabeza y habló por encima de su hombro.
    -Amigo, no le conozco.
    -¡Diablos! -contestó el sueco-. Tómese un trago conmigo.
    -Oiga, muchacho -le avisó amablemente el jugador-, quite su mano de mi hombro y vaya a ocuparse de sus propios asuntos.
    Era un hombre pequeño y delgado, y parecía extraño oírle dirigirse al corpulento sueco con aquel tono heroicamente paternalista. Los demás hombres de la mesa no decían nada.
    -¿Cómo? ¿No quiere beber conmigo  i pequeño amigo? ¡Pues le haré beber! ¡Le haré beber!
    El sueco cogió al jugador furiosamente por la pechera, y lo estaba arrancando de su silla. Los otros hombres se levantaron de un salto. el  encargado dio rápidamente la vuelta a la barra. Hubo una gran conmoción y entonces se pudo ver una larga navaja en la mano del jugador. Hubo un movimiento fugaz y un cuerpo humano, esa ciudadela de virtud, sabiduría, poder, fue agujereado tan fácilmente como si se hubiera tratado de un melón. El sueco se desplomó con un grito de absoluta sorpresa.
    Los importantes comerciantes y el fiscal del distrito debieron retroceder como pudieron para esfumarse. El encargado se encontró agarrándose débilmente al brazo de un sillón y mirando en los ojos de un asesino.
-Henry -dijo éste último mientras secaba su navaja en una de las toallas suspendidas bajo la barra-, diles dónde pueden encontrarme. Los estaré esperando en casa.
    Y desapareció. Un momento más tarde. el encargado estaba en la calle pidiendo a gritos auxilio y también compañía en medio de la tormenta.
    El cadáver del sueco, solitario en el saloon, tenía los ojos fijos dirigidos hacia una terrible frase que coronaba la caja registradora: "Aquí se registra el importe de su adquisición". 

                                    IX    
    Meses  más tarde, el vaquero estaba friendo cerdo sobre una estufa en un pequeño rancho cerca de la frontera con Dakota, cuando fuera se oyó el rápido golpear de cascos, y en seguida entró el tipo del Este con las cartas y los papeles.
    -Bueno -dijo en seguida el tipo del Este-.Al hombre que mató al sueco le han caído tres años. No es mucho ¿verdad?
    -¿Ah, sí? ¿Tres años? -el vaquero dejó la sartén con el cerdo mientras rumiaba la noticia-.¡Tres años!No es mucho.
    -No. Ha sido una sentencia leve -repuso el tipo del Este mientras se desabrochaba las espuelas-. Parece que en Romper a todos les caía bien.
    -Si el encargado hubiera sido listo -observó el vaquero pensativo-, hubiera roto una botella sobre la cabeza de aquél holandés desde buen principio y hubiera detenido toda aquella violencia.
    -Sí, mil cosas hubieran  podido suceder -añadió con acritud el tipo del Este.
    El vaquero volvió a poner su sartén con el cerdo al fuego, pero siguió especulando.
    -Es raro ¿verdad? si no hubiese dicho que Johnnie hacía trampas estaría vivo en este momento. Era terriblemente estúpido. Y en un juego de diversión. Sin dinero. Yo creo que estaba loco.
    -Lo siento por aquel jugador -dijo el tipo del Este.
    -Bueno, yo también -dijo el vaquero-.No se merece nada de esto por matar a quien mató.
    -El sueco no hubiese muerto si todo hubiese sido legal.
    -¿No hubiese muerto? -exclamó el vaquero- ¿Todo legal? ¡Pero,  si dijo que Johnnie hacía trampas y se comportó como un necio! Y después en el saloon, ¡pero si casi pidió que le hicieran daño!
    Con todos esos argumentos, el vaquero amedrentó al tipo del Este haciéndole enfurecer.
-¡Eres un cretino! -gritó fieramente el tipo del Este-. Eres un necio un millón de veces mayor que el sueco. Ahora déjame decirte algo. Voy a decirte algo. ¡Escucha!¡Johnnie estaba realmente haciendo trampas!
-¿Johnnie? -dijo el vaquero sin expresión.
    Hubo un minuto de silencio y entonces dijo con seguridad:
    -Pero no. Aquella partida era sólo para divertirnos.
    -Diversión o no -dijo el tipo del Este-.Johnnie hacía trampas. Le vi. Lo sé. Le vi. Y me negué a levantarme y ser un hombre. Dejé que el sueco se peleara solo. Y tú...tú no estabas más que jadeando en aquel sitio con ganas de pelea. ¡Hasta el mismo Scully! ¡Todos fuimos cómplices! Este pobre jugador ni siquiera es un nombre. Es una especie de adverbio. Cada pecado es el resultado de una colaboración. Nosotros cinco hemos colaborado en el asesinato de aquel sueco. en general hay entre doce y cuarenta mujeres implicadas en cada asesinato. Pero en este caso parece haber tan sólo cinco hombres: Tú, yo, Johnnie, el viejo Scully; y aquel tonto de jugador con mala pata, sólo llegó como la culminación, el climas de un movimiento humano y a él se le castiga.
    El vaquero, ofendido, se rebelaba y gritaba ciegamente en la bruma de esta misteriosa teoría:
    -Bueno, yo no tengo la culpa de nada ¿verdad?



22 enero, 2022

Stephen CRANE "El hotel azul"

 


Para algunas personas  El hotel azul es el mejor cuento de Crane y uno de los mejores cuentos de la literatura y la relectura que de él hace Paul Auster en  La llama inmortal de Stephen Crane  le hace  inolvidable. Pero también sin ella llega con fuerza al lector  por sus  originales valores  literarios. 

                        
 El ejemplar  utilizado en el post  fue el  único que se pudo encontrar  hace unos años cuando las  palabras del admirado y exigente  Naipaul -citadas en el libro de   Paul Theroux-  llamaron  la atención  sobre  Crane y su estilo narrativo :
 
"¿Recuerdas como empieza el cuento 'El hotel azul', de Stephen Crane? ¿La frase sobre el color azul? -preguntó-. Eso me gusta."

Tal vez  la traducción  no sea la mejor pero en cualquier caso la singularidad  de Crane es difícil de opacar porque escribe como los poetas condensando información en imágenes que destellan y en su prosa  y utiliza las palabras como si las hubiera  cargado de un sentido especial.

En la página 758 Auster reflexiona sobre los lugares de los escritores,  preguntándose  por qué le afectó tanto Nebraska donde solo estuvo dos semanas y no otros lugares ,Inglaterra por ejemplo, donde pasó largas temporadas y estaba en el momento de escribir el cuento.

"Para Crane, que acabó viviendo en tantos sitios sólo los que se abrieron hasta el fondo de su subconsciente emergieron alguna vez en su ficción.[...] Solo había estado dos semanas en Nebraska pero no había olvidado los embates de la ventisca ni las temperaturas bajo cero que allí soportó [...]"

Y cuenta  cómo cuando Crane se marchó de Essex después de su primera visita a Conrad un violento temporal de noviembre que estaba abatiendo la zona  tal vez trajo a su memoria la tormenta brutal que había vivido en Nebraska. Sea así o no cuando llegó a su casa en Oxted  empezó a escribir El hotel azul.



EL HOTEL AZUL    (primera parte de dos)       

                                    I                                   
    El Palace Hotel en Fort Romper estaba pintado de un azul claro, un color que se encuentra en las patas de una especie de garza y que hace que este pájaro se destaque claramente en cualquier paisaje. El Palace Hotel en aquel entonces, estaba siempre chillando y ululando hasta tal punto que relegaba el paisaje de invierno de Nebraska a la altura de un silencio gris y cenagoso. Se erguía solitario en la pradera. Cuando caía la nieve, la ciudad, que se encontraba a unos doscientos metros, no se podía divisar. Pero cuando el viajero de bajaba en la estación de ferrocarriles tenía que pasar por delante del Palace Hotel antes de encontrarse con las casas de madera que componían Fort Romper, y no se podía pensar que cualquier viajero pudiese pasar delante del Palace Hotel sin mirarlo. Pat Scully, el propietario, había demostrado ser un maestro de la estrategia al elegir su color. Y está claro que cuando hacía buen tiempo, al pasar rápidamente por Fort Romper los expresos intercontinentales o las largas líneas de trenes tambaleantes, los pasajeros se quedaban pasmados ante la vista, y los entendidos que conocían los marrones rojizos y las subdivisiones de los verdes oscuros del Este expresaban vergüenza, piedad y horror con una risa. Pero a los ojos de los ciudadanos  de esta ciudad de la pradera y a los de la gente que se detenía naturalmente allí, Pat Scully había realizado una proeza. Las creencias, las clases, los ególatras que fluían cual río por Romper en la vía del tren día tras día no tenían color en común con esa opulencia y ese esplendor.
    Como si no fueran bastantes tentadores los encantos desplegados por un hotel tan azul, era la costumbre de Scully ir cada mañana y cada noche al encuentro de los perezosos trenes que se detenían en Romper y emplear su seducción en cualquier hombre que pudiera divisar con el bolso de viaje en la mano.
    Una mañana, cuando una locomotora cubierta de nieve arrastraba su larga hilera de vagones de mercancías y su único vagón de pasajeros hacia la estación, Scully logró el prodigio de atrapar a tres hombres. Uno de ellos era un sueco tembloroso de mirada sagaz con una brillante maleta barata; otro era un vaquero alto y moreno, que viajaba hacia un rancho cerca de la frontera de Dakota; el otro era un hombrecillo callado venido del Este, que no lo parecía y no lo proclamaba. Scully casi los hizo sus prisioneros. Era tan alegre, diestro y amable que cada uno sintió probablemente que sería el colmo de la grosería intentar escaparse. Caminaron con dificultad por los andenes de madera chirriante, siguiendo los pasos del animado irlandés. Llevaba una gruesa gorra de piel muy ajustada a la cabeza. Así, le sobresalían erguidas las dos rojas orejas, como si fueran hechas de hojalata.
    Por fin , Scully, ampulosamente, con bulliciosa hospitalidad, los condujo a través de los portales del hotel azul. La habitación a la que pasaron era pequeña. Parecía ser meramente un templo apropiado para una enorme estufa que, situada en medio de la habitación, roncaba con una vinolencia casi divina. En varios puntos de su superficie, el metal se había puesto al rojo vivo por el calor y resplandecía con una luz amarilla. Junto a la estufa, Johnnie, el hijo de Scully, jugaba a cartas con un viejo granjero de barba gris y rubia. Discutían, El viejo granjero a menudo volvía la cara hacia una caja de serrín -que el jugo de tabaco había teñido de marrón- detrás de la estufa, y escupía con aire de gran impaciencia e irritación. Bravuconeando en voz alta, Scully puso fin al juego de cartas, y mandó a su hijo arriba con parte del equipaje de los nuevos huéspedes. Él mismo les condujo hacia tres barreños que contenían el agua más fría del mundo. El vaquero y el del Este se frotaron fuertemente con esta agua, hasta que  pareció hacerles el efecto de un abrillantador de metales. El sueco, sin embargo, sólo mojó sus dedos con cautela  e inquietud. Era notable que a través de esta serie de pequeños rituales a los tres viajeros se les hacía sentir la benevolencia de Scully. Les otorgaba inmensos privilegios. Pasó la toalla de uno al otro con aire de impulso filantrópico.
    Después de esto, fueron al primer cuarto y, sentados alrededor de la estufa, escucharon el griterío imperioso de Scully hacia sus hijas que estaban preparando la comida. Reflexionaron con el silencio de hombres expertos que se comportaban con cuidado entre gente desconocida. Sin embargo, el viejo granjero, inmóvil, invulnerable en su silla cerca de la parte más cálida de la estufa, volvía frecuentemente la cara de la caja de serrín y dirigía unas tibias trivialidades a los forasteros. En general, le contestaba o bien el vaquero o bien el tipo del Este con frases cortas pero adecuadas. El sueco no decía nada. Parecía ocuparse de estudiar sigilosamente a cada hombre de la habitación. Se podía haber pensado que cargaba con la sensación de absurda sospecha del que es culpable. Tenía los modales de un hombre muy asustado.
    Más tarde, a la hora de cenar, habló un poco, dirigiéndole exclusivamente la palabra a Scully, que entonces declaró que había vivido en Romper durante catorce años. El sueco preguntó por las cosechas y cómo pagaban el trabajo. Apenas pareció escuchar las extensas respuestas de Scully. Sus ojos seguían paseándose de un hombre a otro.
    Por fin, con una risa y un guiño, comentó que las comunidades del Oeste eran muy peligrosas; y después de su declaración estiró las piernas por debajo de la mesa, inclinó la cabeza y volvió a carcajearse estruendosamente. Era obvio que su intervención no había tenido ningún sentido para los demás. Le observaron con curiosidad, en silencio.

                                      II
    Al volver los hombres en tropel al cuarto de enfrente, los dos ventanucos presentaban vistas a un tormentoso mar de nieve. Los enormes brazos del viento estaban intentando -con círculos poderosos y fútiles- abrazar a los impetuosos copos. Un montante de puerta que parecía un hombre inmóvil con cara pálida se erguía atónito en medio de este desbordamiento de furia. Con voz animada, Scully anunció la presencia de una nevasca. Los huéspedes del hotel azul, encendiendo sus pipas, asintieron con gruñidos de perezosa satisfacción masculina. Ninguna isla en el mar podía ser tan ajena como esta pequeña habitación con el murmullo de su estufa. Johnnie, el hijo de Scully, en un tono de voz que definía la opinión que tenía de su propia habilidad como jugador de cartas, retó al viejo granjero de barba gris y rubia a otra partida. El granjero aceptó con una expresión de desprecio y amargura. Se sentaron cerca de la estufa, acomodando las rodillas bajo una ancha tabla. El vaquero y el tipo del Este miraban interesados la partida. El sueco permaneció cerca de la ventana, distante, pero con una actitud que mostraba señales de una inexplicable agitación.
    La partida de Johnnie y el de la barba gris finalizó repentinamente con otra discusión . El anciano se levantó mirando con profundo desprecio a su adversario. Se abotonó el abrigo y salió furioso pero con asombrosa dignidad. En el discreto silencio del resto de los hombres, el sueco rio. Su risa sonaba bastante aniñada. Los hombres ya habían empezado a mirarlo con recelo, como si quisieran preguntarle cuál era su problema.
    Alegremente se organizó una nueva partida. El vaquero se ofreció para ser la pareja de juego de Johnnie, y todos se volvieron hacia el sueco para pedirle que participara también junto al tipo del Este. Hizo varias preguntas sobre el juego y, dándose cuenta que tenía múltiples nombres y que ya lo había practicado bajo algún seudónimo, aceptó la invitación. Se dirigió hacia los hombres con nerviosismo, como si esperara ser asaltado. Finalmente, sentado, miró a cada cara y rio con voz aguda, Esa risa era tan extraña que el tipo del Este levantó rápidamente la vista, el vaquero permaneció sentado y atento, boquiabierto, y Johnnie se quedó quieto, con las cartas inmóviles entre sus dedos.
    Entonces hubo un breve silencio. Y Johnnie dijo:
    -Pues ya podemos empezar. ¡Vamos!
    Adelantaron sus sillas hasta que sus rodillas se juntaron bajo la tabla. Empezaron a jugar, y su interés por la partida hizo que los demás olvidaran la conducta del sueco.
    El vaquero tenía la costumbre de golpear la tabla. Cada vez que tenía cartas superiores, las presentaba una a una, con exagerada fuerza, en la mesa improvisada, y cogía las bazas con un fulgurante aire de proeza y soberbia que provocaba la indignación de sus contrincantes. Una partida que cuenta con un jugador que golpea la mesa siempre acaba siendo intensa. Las expresiones del tipo del Este y del sueco eran de desánimo cada vez que el vaquero lanzaba sus ases y reyes, mientras Johnnie, con los ojos radiantes de alegría, reía y reía.
    Al ser la partida tan absorbente, ninguno tenía en cuenta los extraños modales del sueco. Sólo se interesaban por el juego. Al fin, durante un intervalo a causa de un nuevo reparto, el sueco se dirigió a Johnnie.
    -Supongo que un buen número de hombres han sido asesinados en este cuarto.
    Las mandíbulas de los demás cayeron al suelo y todos le miraron.
    -¿De qué rayos está hablando? -preguntó Johnnie.
    El sueco volvió a soltar una carcajada, llena de una especie de falsa valentía y desafío.
    -Oh, sabes perfectamente lo que quiero decir- contestó.
    -¡Sí lo sé, soy un mentiroso! -protestó Johnnie.
    La partida se detuvo, y los hombres miraron fijamente al sueco. Johnnie obviamente sentía que como hijo del dueño tenía que hacer una pregunta directa.
    -A ver,  ¿a qué viene todo esto, amigo? -preguntó.
    El sueco le guiñó un ojo. Era una guiño lleno de malicia. Sus dedos temblaban al borde de la tabla.
    -Ah, quizá crees que no he corrido mundo.¿Piensas tal vez que soy un novato?
    -Yo no sé nada de usted -contestó Johnnie- y me importa un bledo donde haya estado. Todo lo que digo es que no tengo idea de lo que está hablando. Aquí nunca han matado a nadie.
    El vaquero que había estado observando al sueco, habló entonces.
    -¿Cuál es su problema, amigo?
    Al sueco le pareció que le amenazaban seriamente. Se estremeció y las comisuras de los labios se volvieron blancas. Dirigió una mirada implorante al tipo del Este. En el transcurso de esos momentos, no olvidó adoptar su aire bravucón.
    -Dicen que no saben de qué estoy hablando -le comentó con ironía al tipo del Este.
    El tipo del Este le contestó después de una prolongada y cautelosa reflexión.
    -No le entiendo -dijo impasible.
    El sueco entonces hizo un movimiento que anunciaba que había encontrado traición en el único flanco en el que esperaba simpatía si no alguna ayuda.
    -Vaya, veo que todos estáis contra mí. Ya veo...
    El vaquero estaba completamente estupefacto.
    -Oiga -gritó al mismo tiempo que lanzaba el juego de cartas violentamente contra la tabla.-, oiga, ¿qué es lo que está buscando, eh?
    El sueco se levantó de golpe con la celeridad de un hombre al huir de una serpiente en el suelo.
    -¡No quiero pelear! -gritó-.¡No quiero pelear!
    El vaquero estiró sus largas piernas con gestos indolentes y deliberados. Tenía las manos en los bolsillos. Escupió en la caja de serrín.
    -Vaya, ¿quién demonios pensaba que lo quería? -preguntó.
    El sueco retrocedió rápidamente hacia una esquina de la habitación. Tenía las manos levantadas como para proteger sus pecho, pero era evidente que luchaba por controlar su espanto.    -Caballeros -tartamudeó-,¡supongo que no podré salir de esta casa sin que me maten! ¡Supongo que no podré salir de esta casa sin que me maten!
    Sus ojos tenían la expresión del cisne moribundo. Por las ventanas se podía divisar la nieve volviéndose azul en la sombra del crepúsculo. El viento se lanzaba contra la casa, y algo suelto rebotaba con regularidad contra la madera, como si un espíritu estuviera dando golpes.
    Se abrió una puerta, y entró Scully en persona. se detuvo con sorpresa al notar la actitud trágica del sueco. Entonces dijo;
    -¿Qué está pasando aquí?
    El sueco le contestó con prontitud y vehemencia:
    -Estos hombres tratan de matarme.
    -¡Matarle! -exclamó Scully-.¡Matarle! Pero ¿ qué está diciendo?
    El sueco hizo un ademán de mártir.
    Scully se volvió severamente hacia su hijo.
    -¿Qué es esto Johnnie?
    El muchacho se había vuelto hosco.
    -Yo no tengo ni idea -contestó. No entiendo nada de nada.
    Empezó a barajar las cartas, juntándolas con un golpe colérico.
    -Dice  que unos cuantos hombres han sido asesinados en este cuarto, o algo por el estilo. Y dice que él también va a ser asesinado aquí. No sé qué le pasa. Está loco, no me extrañaría.
    Scully miró entonces al vaquero esperando una explicación, pero el vaquero sólo se encogió de hombros.
    -¿Matarle? -le repitió Scully al sueco-. ¿Matarle? Hombre, está usted como una cabra.
    -Ya lo sé -soltó el sueco-.Sé lo que va a pasar. Sí, estoy loco, sí. Sí, claro que estoy loco, sí. Pero sé una cosa...-Había como un sudor de sufrimiento y terror en su cara.-. Sé que no saldré vivo de aquí-.
    El vaquero respiró profundamente ,como si su mente estuviera en las últimas.
    -Pues está si que es buena -murmuró para sí mismo.
    Scully dio una vuelta repentina y se enfrentó con su hijo.
    -¡Has estado incomodando a este señor!
    La voz de Johnnie se elevó muy alto ante semejante injusticia.
    -Pero por Dios, ¡si no le he hecho nada!
    El sueco los interrumpió.
    -Caballeros, no se preocupen. Me voy a marchar de esta casa. Me iré porque...-Les acusó dramáticamente con la mirada- porque no quiero que me maten.
    Scully estaba muy enfadado con su hijo.
    -¿Me vas a  decir lo que está pasando, más que granuja? ¿Qué ha pasado, entonces?¡Habla ya!
    -¡Santo Dios! -gritó Johnnie desesperado-,¡si te digo que no lo sé! Dice, dice que le queremos matar, y no sé nada más. No entiendo lo que le pasa.
    El sueco seguía repitiendo:
    -No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho, Me marcho porque no quiero que me maten. Sí, claro que estoy loco, sí. Pero sé una cosa: me marcho. Me voy de esta  casa. No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho.
    -Usted no se marchará -dijo Scully-. No se marchará hasta que sepa de qué se trata este asunto. Si alguien le ha molestado, le ajustaré cuentas. Ésta es mi casa. Está usted bajo mi techo y no permitiré que aquí sea molestado ningún hombre pacífico.
    Lanzó una terrible mirada a Johnnie, al vaquero y al tipo del Este.
    -No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me marcho. No quiero que me maten.
    El sueco se acercó a la puerta que daba a las escaleras, Era obvio que tenía la intención de ir en seguida a recoger el equipaje.
    -No, no -gritó Scully perentoriamente, pero el hombre pálido se deslizó a un lado y se esfumó-
    -A ver -preguntó Scully con severidad-, ¿ qué significa esto?
    Johnnie y el vaquero gritaron al unísono:
    -¡Pero si no le hemos hecho nada!
    Los ojos de Scully eran fríos.
    -No -dijo-, ¡verdad que no ?
    Johnnie soltó una violenta imprecación.
    -Vaya, jamás he visto a alguien más chalado y  más perturbado. Si no le hemos hecho nada. Si sólo estábamos aquí jugando a cartas y ése...
    De repente el padre le habló al tipo del Este.
    -Señor Blanc -le preguntó-,¿qué han estado haciendo estos chicos?
    El tipo del Este reflexionó de nuevo.
    -No he visto nada anómalo -acabó diciendo, lentamente.
    Scully empezó a aullar.
    -Pero ¿ qué significa? -Miró con ferocidad a su hijo-.Tengo ganas de darte con el látigo por esto, muchacho.
    Johnnie no podía contenerse.
    -Dime. ¿qué he hecho? -increpó a su padre.

                                      III
    -Parece que tenéis problemas para hablar- dijo finalmente Scully a su hijo, al vaquero y al tipo del Este; y después de pronunciar esta despreciativa frase, salió del cuarto.
    Arriba estaba el sueco atando rápidamente las cinchas de su gran maleta. Estando su espalda medio vuelta hacia la puerta, percibió un ruido que provenía de allí, entonces se volvió de un salto y dejó escapar un fuerte grito. La cara arrugada de Scully se mostró siniestra a la luz de la pequeña lámpara que llevaba. Aquel resplandor amarillo, que iluminaba hacia arriba, sólo coloreaba sus rasgos prominentes, y dejaba sus ojos, por ejemplo, en una sombra misteriosa. Parecía un asesino.
    -¡Pero hombre! -exclamó-, ¿se ha vuelto loco de remate?
    -¡Oh, no! ¡Oh, no! -replicó el otro-. Hay gente en este mundo que sabe casi tantas cosas como usted. ¿me entiende?
    Por un momento se quedaron observándose el uno al otro. En las mejillas del sueco, de  una palidez mortal, se veían dos manchas de un brillante carmesí y con bordes muy definidos, como si hubiesen sido pintadas con minuciosidad. Scully puso la lámpara sobre la mesa y se  sentó en el borde de la cama. Habló pensativamente.
    -Vaya, vaya, nunca  oí de algo semejante en toda mi vida. Esto es un completo embrollo. No puedo entender cómo se le metió esta idea en la cabeza, por mi alma.
    Entonces levantó los ojos y preguntó:
    -¿Así que pensó de verdad que le iban a matar?
    El sueco examinó al anciano como si quisiera leerle el pensamiento.
    -Sí, eso pensaba -dijo por fin.
Por lo visto pensaba que esta respuesta iba a provocar una reacción violenta. Al tirar de una cincha le tembló todo el brazo, agitando su codo como un pedazo de papel.
    Scully golpeó violentamente con la mano el tablero de la cama.
    -Pues hombre, vamos a tener una línea de tranvías eléctricos en esta ciudad la primavera próxima.
    -Una líneas de tranvías eléctricos -repitió
 el sueco estúpidamente.
    -Y se va a construir un nuevo ferrocarril desde Broken Arm hasta aquí -dijo Scully-. Y no le  hablo de las cuatro iglesias y de la fantástica escuela de ladrillos. Y también tendremos la gran fábrica.¡Sí, en dos años Romper será una me-tró-po-lis!
    Cuando acabó de preparar su equipaje, el sueco se enderezó.
    -Señor Scully -dijo con repentina dureza-,¿cuánto le debo?
    -Usted no me debe nada -dijo el anciano enojado.
    -Sí, le debo algo -replicó el sueco.
    Sacó setenta y cinco centavos de su bolsillo y se los tendió a Scully; pero éste chasqueó los dedos rechazándolos desdeñosamente. Sin embargo, ambos se quedaron mirando de forma extraña las tres monedas de plata que relucían sobre la palma abierta del sueco-.
    -No pienso coger su dinero -dijo Scully finalmente-. No después de lo que ha pasado aquí.-Entonces pareció ocurrírsele un plan-. Vamos- gritó cogiendo su lámpara y dirigiéndose a la puerta-.¡Vamos! Venga conmigo un momento.
    -No -dijo el sueco muy alarmado.
    -Sí -le increpó el anciano.-¡Sígame! Quiero que vea una foto...justo al otro lado del pasillo...en mi cuarto.
    El sueco debió pensar que había llegado su hora. Le cayó el alma a los pies y enseñó los dientes como los de un cadáver. Acabó siguiendo a Scully a través del pasillo, pero caminaba como si arrastrara cadenas.
    Scully dirigió la luz a lo alto de la pared de su habitación. Apareció la grotesca fotografía de una niña. Estaba apoyada en una barandilla suntuosamente decorada y resaltaba su enorme flequillo. La silueta era tan elegante como la de un esquí plantado en el suelo y además tenía el color del plomo.
    -Mire -dijo Scully con ternura-,ésta es la foto de mi niña que murió. Se llamaba Carrie.¡Tenía el pelo más hermoso del mundo! La quería tanto, ella...
    Dándose la vuelta en aquel momento, vio que el sueco no estaba contemplando la foto ni mucho menos, sino que estaba vigilando ansiosamente la penumbra que había tras él.
    -¡Mire, hombre! -gritó Scully animadamente-. Esta es la foto de mi niña que murió. Se llamaba Carrie. Y aquí tiene la foto de mi hijo mayor, Michael. Es abogado en Lincoln, y le va muy bien.Le di una estupenda educación a ese chico, y ahora  me alegro de ello. Es un gran muchacho. Mírele ahora. ¡Tan resuelto, allí en Lincoln, un caballero honrado y respetado! ¡Un acaballero honrado y respetado! -concluyó con énfasis Scully.
    Y al decir todo aquello, golpeó jocosamente al sueco en la espalda. El sueco sonrió levemente.
    -Ahora -dijo el anciano- sólo hay una cosa más.
    Se agachó repentinamente al suelo y escondió la cabeza bajo la cama. El sueco podía oír su voz amortiguada.
    -La guardaría debajo de mi almohada si no fuese por ese muchacho, Johnnie. Y también está la vieja...¿Dónde la habré puesto? Nunca la pongo dos veces en el mismo sitio. ¡Venga! ¡Sal de ahí!
    En seguida salió torpemente de debajo de la cama arrastrando con él un viejo abrigo envuelto como un hatillo.
    -Ya lo tengo -murmuró.
    Arrodillándose en el suelo, desenvolvió el abrigo y de su interior extrajo una gran botella ocre llena de whisky.
    Su primera maniobra fue poner la botella al contraluz. Aparentemente aliviado por el hecho de que nadie la había tocado, la extendió con ademán generoso hacia el sueco.
    El sueco, que apenas se sostenía, estuvo a punto de asir con ansia este elemento de fuerza, pero apartó bruscamente la mano y miró horrorizado a Scully.
    -Beba -dijo el anciano cariñosamente.
    Se había levantado y estaba frente al sueco.
    Hubo un silencio. Una vez más Scully dijo:
    -¡Beba!
    El sueco río salvajemente. Agarró la botella, la llevó a su boca y al mismo tiempo que sus labios envolvían ridículamente la abertura y que su garganta iba tragando, mantuvo la mirada, que ardía de cólera, fija en la cara del anciano.
                                       
                                           IV
    Después de que Scully saliera, los tres hombres con la tabla de cartas aún sobre sus rodillas guardaron durante largo rato un silencio atónito. Entonces Johnnie dijo:
    -Es el sueco más increíble que he conocido.
    -No es sueco -dijo con desprecio el vaquero.
    -Bueno, ¿entonces qué es? -gritó Johnnie-. ¿Qué es entonces?
    -En mi opinión -replicó el vaquero lentamente-, es una especie de holandés.
    Era una antigua costumbre del país bautizar como suecos a todos aquellos hombres de cabellos claros que hablaban con fuerte acento. En consecuencia, la idea del vaquero no carecía de audacia.
    -Sí señor. En mi opinión este tipo es una especie de holandés -repitió.
    -Bueno, de todas formas él dice que es sueco -murmuró Johnnie con expresión mohína.
    Se volvió hacia el tipo del Este:
    -¿A usted qué le parece señor Blanc?
    -Oh, no sé -repuso el tipo del Este. 
    A ver, ¿ qué creen ustedes que le hace actuar así?-preguntó el vaquero.
    -Está asustado. -El del Este golpeó su pipa contra el borde de la estufa-.Está claro que está muerto de miedo.
    -¿Miedo a qué? -gritaron al unísono Johnnie y el vaquero.
    El tipo del Este reflexionó sobre su respuesta.
    -¿Miedo a qué? -gritaron los demás de nuevo.
    -Oh, no lo sé, pero a mí me parece que este tipo ha leído novelas baratas y se cree estar en medio de una...con los disparos, las puñaladas...y todo eso.
    -Pero -dijo el vaquero, profundamente escandalizado- esto no es Wyoming, ni ninguno de esos sitios. Esto es Nebraska.
    -Sí -añadió Johnnie-. ¿Y por qué no se espera a llegar al Oeste.
    El tipo del Este, que había viajado mucho, se río.
    -Allí tampoco es distinto, no en la época actual. Pero se cree o se imagina que está en medio del infierno.
   Johnnie y el vaquero se quedaron pensativos un largo rato.
    -Todo esto es muy raro -acabó comentando Johnnie.
    -Sí -dijo el vaquero-.Es un juego extraño. Espero que no nos encontremos atrapados por la nieve, porque entonces tendríamos que aguantar a este tipo con nosotros todo el tiempo. Eso no me gustaría.
    -Ojalá papá lo echara -dijo Johnnie.
    En ese momento oyeron fuertes pisadas en las escaleras, acompañadas por la voz del viejo Scully, que explicaba sonoros chistes, y por una risa, evidentemente la del sueco. Los hombres alrededor de la estufa se miraron los unos a los otros con expresión vacía.
    -¡Vaya! -dijo el vaquero.
    La puerta se abrió de golpe y el viejo Scully, rojo y animado, entró en la habitación. No dejaba de hablar al sueco, que le seguía y se reía valientemente. Era la entrada de dos calaveras llegados de una sala de fiestas.
    -Vamos, correos, y dejadnos un poco de espacio junto a la estufa -dijo Scully con aspereza a los tres hombres sentados.
    El vaquero y el tipo del Este movieron obedientemente sus sillas para hacer sitio a los recién llegados. Johnnie, sin embargo, sólo se instaló en una actitud aún más indolente, y entonces permaneció inmóvil.
    -¡Venga, póngase aquí! -dijo Scully.
    -Hay mucho sitio al otro lado de la estufa -dijo Johnnie.
    -¿Te crees tú que queremos sentarnos en medio de la corriente de aire? -rugió el padre.
    Pero el sueco se interpuso con la majestuosidad del que duda.
    -No, no. Deje que el muchacho se sienta donde le dé la gana -gritó agresivamente al padre.
    -¡De acuerdo, de acuerdo! -dijo Scully con deferencia.
    El vaquero y el tipo del Este intercambiaron miradas de sorpresa.
    Las cinco sillas formaban una media luna alrededor de uno de los lados de la estufa. El sueco empezó a hablar. Hablaba de un modo blasfemo, arrogante y colérico. Johnnie, el vaquero y el tipo del Este mantenían un sombrío silencio, mientras el viejo Scully parecía alerta y vivaz, interrumpiendo constantemente con exclamaciones de interés. Al final el sueco anunció que tenía sed. Se levantó de la silla y dijo que iba a buscar un vaso de agua.
    -Se lo traeré -gritó enseguida Scully.
    -No -dijo el sueco con desprecio- lo traeré yo mismo.
    Se levantó y salió rápidamente, con aire de propietario, hacia la zona de servicio del hotel.
    En el momento en que el sueco ya no podía oírles Scully se levantó de un salto y murmuró febrilmente a los demás:
    -Arriba se pensó que quería envenenarle.
    -Oye- dijo Johnnie-. Esto me pone enfermo. ¿Por qué no le echas fuera, a la nieve?
    -Bueno, ahora está bien -declaró Scully-.Lo que pasa es que es del Este e imaginó que esto era un lugar violento. Eso es todo. Ahora está bien.
    El vaquero miró impresionado al tipo del Este.
    -Usted tenía razón -dijo-.A usted no le ha podido engañar el holandés.
    -Pues puede que ahora esté bien -le dijo Johnnie a su padre- pero yo no lo noto. Antes estaba asustado, pero ahora está demasiado confiado.
    El lenguaje de Scully era una mezcla de acento irlandés y jerga, expresiones del Oeste y más jerga, y fragmentos de palabras curiosamente formales sacadas de las novelas y de los periódicos. Entonces escupió un extraño batiburrillo de palabras a la cara de su hijo.
    -¿Qué es lo que llevo? ¿Qué es lo que llevo? ¿Qué ese lo que llevo? -preguntó con voz de trueno.
    Dio un impresionante manotazo a su rodilla. para indicar que iba a contestar en persona, y que todos debían atenderle-
    -Llevo un hotel -vociferó-. Un hotel, ¿les importa? Un invitado bajo mi techo tiene privilegios sagrados. Nadie puede intimidarle, que no tenga que oír ni una palabra que pueda empujarle a irse. No lo permitiré. En esta ciudad no puede haber ningún sitio en el que digan que alguna vez han alojado a un invitado mío porque le daba miedo quedarse aquí. 
    De repente se dio la vuelta hacia el vaquero y el tipo del Este.
    -¿Tengo razón?
    -Sí. señor Scully dijo el vaquero- , creo que tiene razón.
    -Sí, señor Scully -dijo el tipo del Este- creo que tiene razón.

                                        V
Durante la cena de las seis, el sueco estuvo tan chispeante como unos fuegos de artificio. A veces parecía a punto de entonar ruidosas canciones, y el viejo Scully le animaba en su locura. El tipo del Este estaba encerrado en sí mismo; el vaquero estaba sentado boquiabierto por el asombro, olvidándose de comer, mientras Johnnie devoraba airadamente grandes platos de comida. Cuando se veían obligados a traer más galletas, las hijas de la casa se acercaban tan cautelosamente como si fueran indias y, después de cumplir con su propósito, huían con una prisa mal disimulada. El sueco dominaba todo el banquete y le daba la apariencia de una cruel bacanal, Parecía haber crecido de repente; miraba con fijación cada una de las caras, con un desprecio brutal. Su voz resonaba a través de la habitación. En una ocasión, cuando lanzó   su tenedor como una arpón para coger una de las galletas, estuvo a punto de clavarlo en la mano del tipo del Este, quien intentaba tranquilamente coger la misma galleta.
    Después de la cena, cuando los hombres se dirigían en fila hacia la otra habitación, el sueco dio un fuerte golpe en el hombro de Scully.
    -Bien, viejo, ha sido una cena de órdago.
    Johnnie miró esperanzado a su padre; sabía que aquel hombro era frágil por culpa de una vieja caída; y en efecto, pareció por un momento que Scully iba a enfurecerse por ello, pero finalmente se limitó a esbozar una sonrisa dolida y permanecer silencioso. Los demás entendieron por su forma de actuar que estaba admitiendo su responsabilidad por la nueva actitud del sueco.
    Johnnie, sin embargo, se dirigió disimuladamente a su padre.
    -¿Por qué no contratas a alguien para que te tire por las escaleras?
    Scully sólo le contestó con una oscura mirada.
    Cuando se encontraron reunidos alrededor de la estufa, el sueco insistió en jugar a cartas. Scully se negó suavemente al principio, pero el sueco le dirigió una mirada de lobo. El anciano se resignó, y el sueco sondeó a los demás. En su tono pesaba siempre una amenaza. El vaquero y el tipo del Este declararon con indiferencia que iban a jugar. Scully dijo que muy pronto tendría que ir al encuentro del tren de las 6,58, así que el sueco se volvió amenazador hacia Johnnie, Por un momento sus miradas se cruzaron como navajas, y entonces Johnnie sonrió y dijo:
    -Sí, jugaré.
    Formaron un cuadrado con la pequeña tabla en sus rodillas. El tipo del Este y el sueco formaron pareja de juego otra vez. Conforme la partida iba avanzando, era fácil notar que el vaquero no golpeaba la tabla como de costumbre. Mientras tanto, Scully, cerca de la lámpara, se había puesto las gafas y, con el curioso aspecto de un viejo sacerdote, leía el periódico. Cuando llegó el momento, salió al encuentro del tren de las 6,50 y, a pesar de sus precauciones, cuando abrió la puerta, un torbellino de viento polar entró en la habitación. Además de desperdigar las cartas, heló a los jugadores hasta la médula. El sueco blasfemó espantosamente. Cuando Scully volvió su entrada interrumpió una escena cómoda y amistosa. El sueco volvió a blasfemar. Pero de nuevo estuvieron concentrados con sus cabezas inclinadas hacia adelante y sus manos moviéndose con rapidez. El sueco había adoptado la costumbre de golpear la tabla.
    Scully recuperó su periódico y permaneció por un largo rato inmerso en asuntos que le eran completamente ajenos. La lámpara ardía mal, y se levantó una vez para ajustar la mecha. El periódico, conforme Scully lo iba hojeando, crujía con un sonido lento y agradable. Entonces, de repente, escuchó unas terribles palabras:
    -¡Haces trampas!
    Semejantes escenas demuestran a menudo que el entorno pocas veces es el que determina una atmósfera. Cualquier habitación puede presentar un aspecto trágico; cualquier habitación puede ser cómica. Esta pequeña guarida era ahora tan espantosa como una cámara de torturas. Eran las nuevas caras de los hombres las que la habían transformado en un instante. El sueco agitaba un puño enorme frente a la cara de Johnnie, mientras éste miraba impasible por encima del mismo a las órbitas llameantes de su acusador. El tipo del Este había palidecido; la mandíbula del vaquero se había desplomado con esa expresión de asombro bovino que era una de sus principales peculiaridades. Después de esas palabras, el primer sonido en la habitación lo provocó el periódico de Scully conforme caía flotando, olvidado, a sus pies. Sus gafas también habían caído de su nariz pero en un acto reflejo las había salvado al vuelo. Su mano, sujetando las gafas, permanecía torpemente suspendida y cerca de su hombro. Miraba fijamente a los jugadores de cartas.
    El silencio tal vez duró un segundo. Entonces los hombres se movieron tan rápidamente que incluso si el suelo hubiera sido apartado bajo sus pies, no hubiesen podido ir más deprisa.Los cinco se habían lanzado de cabeza hacia el mismo punto. Pero Johnnie, al levantarse para lanzarse contra el sueco, habían tropezado levemente a causa de su curiosa e instintiva preocupación por las cartas. Aquel momento perdido proporcionó a Scully el tiempo suficiente para llegar; y al vaquero para proporcionar al sueco un gran empujón que le mandó hacia atrás, tambaleante. Los hombres empezaron a discutir y de sus gargantas salieron súplicas y ásperos gritos de rabia o miedo. El vaquero empujó y sacudió febrilmente al sueco mientras el tipo del Este y Scully se aferraban salvajemente a Johnnie, pero a través del humo, por encima de los cuerpos convulsos de los pacificadores, los ojos de los dos guerreros se buscaban sin cesar con miradas de desafío, vehementes y aceradas.
    Por supuesto, la tabla había volcado y ahora toda la baraja de cartas estaba esparcida por el suelo, donde las botas de los hombres pisaban a unos reyes y reinas dibujados mientras estos observaban con sus necias miradas la batalla que se libraba sobre sus obesos cuerpos.
    La voz de Scully dominaba sobre los gritos.
    -¡Deténganse! ¡Deténganse, les digo! Deténganse de una vez...
    Johnnie gritaba mientras luchaba por traspasar la línea formada por Scully y el tipo del Este.
    -¡Dice que he hecho trampas! ¡Dice que he hecho trampas!¡No permitiré que nadie me llame tramposo! ¡Si me llama tramposo es un...!
    El vaquero le decía al sueco:
-¡Basta ya! ¡Basta le digo...!
    Los gritos del sueco no cesaban:
    -¡Ha hecho trampas! ¡Le he visto! Le he visto...
    Por su parte, el hijo del Este se estaba quejando, pero nadie le atendía.
    -Esperen un momento, ¿de acuerdo? Esperen un momento. ¿Van a pelearse por una partida de cartas? Esperen un momento...
    Con tal alboroto no se oían frases completas:
    -Tramposo...
    -Déjelo...
    -Dice...
    Aquellos  fragmentos perforaban aquel barullo incisivamente, Era notable el hecho de que, si bien Scully era el que sin lugar a dudas hacía más ruido, era el que menos se oía en aquella algarabía.
    Y de repente todo cesó en un instante. Era como si cada hombre se hubiera detenido para respirar; la ira de aquellos personajes seguía inflamando la habitación, pero estaba claro que no había peligro de conflicto inmediato. Johnnie se abrió paso hacia adelante al momento y casi logró enfrentarse con el sueco.
    -¿Por qué ha dicho que hacía trampas? ¿Por qué ha dicho que hacía trampas?¡Yo no hago trampas, y no dejaré que nadie diga eso!
    El sueco dijo:
    -¡Te he visto! ¡Te he visto!
    -¡El que diga que hago trampas tendrá que pelear conmigo! -gritó Johnnie.
    -No, ni hablar -dijo el vaquero. Aquí no.
    -Vamos, estaos quietos,  ¿de acuerdo? -dijo Scully interponiéndose.
    La calma era suficiente para que se oyera la voz del tipo del Este. Repetía:
    -Esperen un momento, ¿de acuerdo? ¿Van a pelearse por una partida de cartas? ¡Esperen un momento!
    Johnnie, con su cara enrojecida tras el hombro de su padre, se dirigió otra vez al sueco:
    -¿Ha dicho que hago trampas?
    El sueco mostró los dientes.
    -Sí.   
    -Pues debemos pelear -dijo Johnnie.
    -¡Sí, pelear! -rugió el sueco.
    Parecía estar endemoniado.
    -¡Sí, pelear! ¡Te enseñaré que clase de hombre soy! ¡Te enseñaré con quien quieres pelear! ¿Acaso crees que no sé pelear? ¿Acaso crees que no sé? ¡Te enseñaré, gamberro, listillo! ¡Sí, eres un tramposo! ¡Tramposo! ¡Tramposo!
    -Pues vamos allá entonces, amigo -dijo Johnnie tranquilamente.
    La frente del vaquero estaba cubierta de sudor a causa de sus esfuerzos para interceptar toda clase de ataques. Se volvió desesperado hacia Scully.
    -¿Y ahora que piensa hacer?
    Los rasgos célticos del anciano se habían alterado. En aquel momento parecía muy animado; sus ojos brillaban.
    -Dejaremos que se peleen -contestó resueltamente-.Ya no lo puedo soportar. He aguantado a este maldito sueco hasta reventar. Dejaremos que se peleen.

(fin de la primera parte, ---pulsar aquí para Segunda Parte y Final 


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Stephen Crane, El hotel azulEl Mundo, 1998
Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, Seix Barral, 2021
Paul Theroux, La sombra de Naipaul.Ediciones B,2002