EN EL JARDÍN
El chico tenía más miedo del jardín oscuro que de ninguna otra cosa en el mundo. Ya al atardecer le aterraba, pero cuando cerraba la noche y los árboles hablaban por su cuenta, el jardín era demasiado atroz para pensar incluso en él.
Trató de convencerse de que más allá de los rojos cortinajes no había nada en absoluto, que no había nada en ninguna parte, tan solo la habitación iluminada, su madre y él mismo.Por la mañana, el jardín se llenaba de delicias: la hierba estaba larga y descuidada, había girasoles que nadie había plantado allí. Contra la tapia del fondo había un invernadero, la casa de los escarabajos, donde guardaba sus colecciones de guijarros raros y de postales. Allí estaba sentado todo el tiempo que duraba la luz del sol, de espaldas a la caja de madera del asiento, con los pies sobre un viejo y misterioso baúl. El baúl era tanto más fascinante, porque no contenía nada en absoluto.Una vez abrió el cierre oxidado con un cortaplumas, y con gran temor había alzado la tapa, para encontrarse con el interior vacío y el olor a podredumbre. Tuvo la certeza de que en alguna parte debía haber algún cajón secreto que contenía unas cuantas piedras preciosas tan brillantes como el sol; cuando las descubriese, vendería el tesoro a un rico mercader a cambio de un viaje a la isla de los loros.
Sin embargo, cuando los últimos jirones del sol poniente declinaban tras la chimenea más alta, oía las voces de advertencia que le avisaban de que era hora de marcharse, y sabía en el acto que en algún lugar, en medio de las sombras que empezaban a cercarlo, rondaban los feos habitantes nocturnos del jardín. Cerraba entonces la puerta del invernadero despacio y con suavidad, y volvía por el sendero hasta llegar a los tres peldaños de piedra que daban entrada al anexo de la cocina.Los subía de un salto y entraba a todo correr en la casa, con los demonios de la noche pegados a sus talones.
Era una noche muy calurosa. Las ventanas estaban abiertas, y las mariposas revoltosas entraban arremolinadas en la casa para estirar las largas patas allí donde resplandecían las llamas del gas. Al chico le gustaba verlas mientras le revoloteasen pegadas al techo, pero las odiaba en cuanto caían mareadas sobre el hule que cubría la mesa o cuando le caían a ciegas sobre la cara; lo peor de todo eran las grandes polillas grises que tropezaban revoloteando por toda la habitación, pues de sobra sabía que estaban coaligadas con las cosas del jardín, allá fuera.
-Aquí dentro hace calor -dijo su madre de repente- Saca sillas al césped.
Lo dejó a solas en la cocina.Él tomó una silla, pero la dejó en el suelo y fue al anexo. Abrió la puerta del jardín y una gran polilla gris le dio en la cara. Salió al jardín e hizo frente a los enemigos.
Encapuchados, con guantes negros,, estaban de guardia en los senderos, de pie por toda la hierba. Irguió los hombros y subió con valentía a lo alto de las escaleras. No acertaba a ver la cara de las sombras, pero ellas si le veían la cara, pues estaba enmarcado por la luz que salía de la puerta abierta.Pensó en el invernadero por la mañana amigable, coloreado por el polvo que flotaba a la luz, y pensó en el baúl en que estaba el tesoro. Salió hasta donde empezaba la hierba y no oyó una advertencia de los árboles por culpa del martilleo del corazón.A medida que avanzaba, las sombras le hacían reverencias y retrocedían un poco, dejando el camino expedito a las tinieblas, que eran mucho más temibles.
Se detuvo, pues estaba más asustado de lo que jamás llegó a pensar. El jardín se revolvía y bullía en derredor, las paredes y los árboles se disparaban hacia lo alto, tanto que no alcanzaba a vislumbrar el cielo. El tejadillo apuntado del invernadero ascendía hacia el cielo oscuro como un campanario. El chico no osó mirar detrás de sí, pues sabía que estaba rodeado por sus enemigos, y que habían entrelazado sus brazos a sus espaldas.Pronto, muy pronto estrecharían el cerco a su alrededor como si estuvieran jugando con toda su inocencia a la gallina ciega o a un juego similar, y cualquiera de ellos le echaría una capucha por encima de la cabeza. Esperó, esperó y no pasó nada, tan solo el gradual crecimiento de los árboles, de las paredes y de aquella torre de forma extraña, cada vez más altos.No los veía; se había tapado los ojos con ambas manos. El cerco se cerraba a su alrededor.Oía sus pasos sobre la hierba, oía el susurro de sus ropajes sobre el suelo húmedo.
Echó la cabeza hacia atrás y miró directamente a los ojos de la sombra más alta. Pasó largo rato mirándolos. Luego sonrió a su amiga la sombra y le tendió los brazos. La puerta del invernadero batió por efecto del viento y vio que el baúl, abierto y vuelto sobre un costado, estaba repleto de fuego. Las piedras preciosas salían en chorros de plata , de oro y de azul. El jardín resplandecía gracias a su colorido.
Abrió un poco más los brazos y las piedras le saltaron al pecho. Sonrió a sus silenciosos vigilantes, que no se atrevieron a mirarle a los ojos. Poco a poco se fundieron, y los árboles se fundieron con ellos. Recogió las joyas y, de rodillas,las fue colocando en el regazo de su amiga. La puerta del invernadero se cerró sin hacer ruido al caer el cerrojo, cesó de soplar el viento, el chico sonrió sin osar moverse.
Su madre lo llamó. Lo volvió a llamar y él tampoco contestó, de modo que salió corriendo al jardín con su nombre en los labios. allí, en medio de la hierba, encontró al niño arrodillado con la cara en las manos, bajo la cegadora luz de la luna.
Dylan Thomas, Cuentos Completos, 530 pp.,Traducción: Miguel Martínez Lage. Nórdica 2022