29 diciembre, 2010

J. Cheever: "La Navidad es triste para los pobres" /y II

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LA NAVIDAD ES TRISTE PARA LOS POBRES/ 2ª PARTE


La Navidad es triste para los pobres/1ª PARTE (comienzo del post)

(continuación)



Al mediodía, el olor de aves y caza había reemplazado al de tocino ahumado y café en el ámbito del ascensor, y la casa , como una gigantesca y compleja granja, estaba ensimismada en la preparación de un festín doméstico. Todos los niños y niñeras habían vuelto del parque. Abuelas y tías llegaban en enormes automóviles. La mayoría de la gente que atravesó el vestíbulo llevaba paquetes envueltos en papel de colores y lucía sus mejores pieles y ropas nuevas. Charlie siguió quejándose ante casi todos los inquilinos cuando éstos le deseaban Felices Pascuas, ya en su papel se solterón solitario, ya representando a un pobre padre, según su talante, pero aquella efusión de melancolía y la compasión que suscitaba no lograron mejorarle el ánimo.

A la una y media llamaron del piso nueve, y al subir encontró a míster DePaul que, de pie en la puerta de su piso, sostenía una coctelera y un vaso.
-Un pequeño brindis navideño, Charlie -dijo, y le sirvió una copa. Después apareció una sirvienta con una bandeja de platos cubiertos, y místress DePaul salió del cuarto de estar.
-Feliz Navidad,Charlie -dijo-. Le dije a mi marido que trinchara pronto el pavo para que usted pudiera probarlo, ¿sabe? No puse el postre en la bandeja porque tuve miedo de que se derritiera, así que cuando vayamos a tomarlo ya le avisaremos.
-¿Y qué es una Navidad sin regalos?-dijo míster DePaul, y sacó del recibidor una caja grande y plana que colocó encima de los cubiertos.
-Ustedes hacen que esto me parezca un auténtico día de Navidad -dijo Charlie. Las Lágrimas le asomaban a los ojos-. Gracias, gracias.


-¡Feliz Navidad! ¡Felices Pascuas! -exclamaron los otros, y vieron como Charlie se llevaba su comida y su regalo en el ascensor. Guardó ambas cosas en el vestidor cuando llegó abajo. En la bandeja había un plato de sopa, un pescado con crema y una ración de pavo. Sonó otro timbre, pero antes de contestar abrió la caja que le habían regalado y vio que contenía una bata. La generosidad de los DePaul y la bebida que había ingerido empezaban a hacerle efecto, y subió lleno de júbilo a la planta doce. La sirvienta de mistress Gadshill le esperaba en la puerta con una bandeja, y a su espalda estaba la anciana.
¡Felices Navidades Charlie! -le dijo. Él se lo agradeció y de nuevo fluyeron las lágrimas. Al bajar tomó un sorbo del vaso de jerez que había en la bandeja. La aportación de mistress Gadshill era un plato combinado. Comió con los dedos la chuleta de cordero. Sonaba el timbre otra vez; se limpió la cara con una toalla de papel y subió a la planta once.
-Feliz Navidad,Charlie -dijo mistress Fuller, que estaba en la puerta con los brazos llenos de paquetes envueltos en papel de plata, como en un anuncio comercial. Míster Fuller, a su lado, rodeaba con el brazo a su mujer, y ambos parecían a punto de llorar.
-Aquí tiene algunas cosas para llevar a sus hijos -dijo mistress Fuller-. Y esto es para su mujer, y esto otro para usted. Y si quiere llevarlo todo al ascensor, dentro de un minuto le tendremos preparada su comida.
Llevó todos los obsequios al ascensor y regresó en busca de la bandeja.
-¡Felices Pascuas, Charlie!- exclamó el matrimonio cuando él cerró la puerta. Guardó la comida y los regalos en el vestidor y abrió el paquete a su nombre. Dentro había una cartera de piel de cocodrilo con las iniciales de míster Fuller en la esquina. La bandeja contenía también pavo; comió con los dedos un pedazo de carne y lo estaba regando con bebida cuando sonó el timbre. Subió de nuevo. Esta vez eran los Weston.

-¡Feliz Navidad, Charlie! -le dijeron y le convidaron a un ponche de huevo, le ofrecieron pavo y le entregaron un regalo. El presente era también una bata. Luego llamaron del siete, y él subió y le dieron más comida y más obsequios. Sonó el timbre del catorce y cuando llegó arriba vio en el recibidor a mistress Hewing, vestida con una especie de salto de cama, llevando un par de botas de montar en una mano y varias corbatas en la otra. Había estado llorando y bebiendo.
-Felices Fiestas Charlie -dijo tiernamente-. Quería regalarle algo, he pensado en ello toda la mañana, he revuelto todo el apartamento, y éstas son las únicas cosas útiles para un hombre que he podido encontrar. Es lo único que dejó míster Brewer. Me figuro que las botas no le sirven para nada, pero ¿por qué no se queda con las corbatas?
Charlie las aceptó, le dio las gracias y volvió precipitadamente al ascensor, porque el timbre había sonado tres veces.

Hacia las tres de la tarde, Charlie tenía catorce bandejas de comida esparcidas por la mesa y por el suelo del vestidor, y los timbres seguían sonando. Cuando empezaba a probar un plato, tenía que subir y recoger otro, y en mitad del buey asado de los Parson tuvo que dejarlo para ir a buscar el postre del matrimonio DePaul. Dejó cerrada la puerta del vestidor, porque intuía que el acto de caridad es exclusivo y que a cada uno de sus amigos les habría disgustado descubrir que no eran ellos los únicos que trataban de aliviar su soledad.Había pavo, ganso, pollo, faisán, pichón y urogallo. Había trucha y salmón, escalopas a la crema, langosta, ostras, cangrejo, salmonete y almejas. Había pudin de ciruela, bizcocho con frutas, crema batida, trozos de helado derretido, tartas de varias capas, Torten, éclairs y dos porciones de crema Bávara. Tenía batas, corbatas, gemelos, calcetines y pañuelos, y uno de los inquilinos le había preguntado su número de cuello y después le había regalado tres camisas verdes. Había una tetera de cristal, llena -según rezaba la etiqueta-, de miel de jazmín, cuatro botellas de loción para después del afeitado, varios sujetalibros de alabastro y una docena de cuchillos de carne. La avalancha de caridad que Charlie había precipitado llenaba el vestidor y a ratos le hacía sentirse inseguro, como si hubiera abierto un manantial del corazón femenino que fuese a enterrarle vivo bajo una montaña de comida y batas.

No había hecho notables progresos en la ingestión de los platos, porque todas las raciones eran anormalmente grandes, como si los donantes hubieran pensado que la soledad genera un descomunal apetito.Tampoco había abierto ninguno de los regalos para sus hijos imaginarios, pero se había bebido todo lo que le habían dado, y en derredor yacían los posos de martinis, Manhattans, Old-Fashioneds, cócteles de champan con zumo de frambuesas, ponches, Bronxes y Side Cars.
Le ardía la cara. Amaba al mundo y el mundo le amaba a él. Al recordar su vida, la veía bajo una luz rica y maravillosa, rebosante de asombrosas experiencias y amigos excepcionales. Pensó que su trabajo de ascensorista -surcar de arriba abajo cientos de metros de peligroso espacio- requería el nervio y el intelecto de un hombre-pájaro. Todas las limitaciones de su vida, las paredes verdes de su habitación, los meses de desempleo, se desvanecieron.Nadie pulsó el timbre, pero entró en el ascensor y lo disparó a toda velocidad hasta el ático para descender de nuevo y volver a subir otra vez, a fin de poner a prueba su maravilloso dominio del espacio.

Sonó el timbre del doce mientras el viajaba, y se detuvo en el piso el tiempo necesario para recoger a mistress Gadshill. Cuando la caja inició el descenso, él soltó los mandos, en un paroxismo de júbilo y gritó:
-¡Ajústese el cinturón de seguridad, mistress! ¡Vamos a hacer acrobacia aérea!
La pasajera chilló. Después por alguna razón, se sentó en el suelo del ascensor. ¿Por qué la mujer estaba tan pálida?, se preguntó Charlie. ¿Por que se había sentado en el suelo ? Ella lanzó otro chillido. Hizo que la caja se posase suavemente e incluso, a su juicio, hábilmente, y se abrió la puerta.
-Siento haberla asustado, mistress Gadshill- dijo mansamente-. Estaba bromeando.
Ella gritó de nuevo. A continuación salió al vestíbulo llamando a gritos al superintendente.
El superintendente del inmueble despidió en el acto a Charlie, y ocupó el puesto de éste en el ascensor.

La noticia de que se había quedado sin empleo escoció a Charlie durante un minuto. Era su primer contacto del día con la mezquindad humana. Se sentó en el vestidor y empezó a roer un mondadientes. El efecto de las bebidas empezaba a abandonarle, y aun cuando no había cesado todavía, preveía una sobriedad fatal. El exceso de comida y regalos comenzó a provocarle una sensación de culpabilidad y desprecio por si mismo. Lamento amargamente haber mentido con respecto a sus imaginarios hijos. Era un solterón con necesidades bastante elementales. Había abusado de la bondad de los inquilinos. Era despreciable.

Entonces, mientras desfilaba por su pensamiento una secuencia de ideas ebrias, evocó la nítida silueta de su casera y de sus tres hijos flacuchos. Pudo imaginárselos sentados en el sótano. La alegría de la Navidad no había existido para ellos. La escena le llegó al alma. Darse cuenta de que él se hallaba en condiciones de dar, de hacer dichoso al prójimo sin el menor esfuerzo, le devolvió la sobriedad. Cogió un gran saco de arpillera que se usaba para la recogida de basuras y empezó a llenarlo, primero con sus propios regalos y luego con los obsequios para los niños que no tenía. Procedió con la prisa de un hombre cuyo tren se acerca a la estación, porque apenas era capaz de esperar el momento en que aquellas largas caras se iluminasen cuando él cruzara la puerta. Se cambió de ropa y espoleado por una desconocida y prodigiosa sensación de poderío, se echó el saco al hombro como un Santa Claus cualquiera, salió por la puerta trasera y fue en taxi a la zona baja del East Side.

La patrona y sus hijos acababan de comerse el pavo que les había mandado el Club Demócrata local, y estaban ahítos e incómodos cuando Charlie empezó a aporrear la puerta y a gritar :"¡Feliz Navidad!". Arrastró el saco tras él y derramó por el suelo los regalos de los niños. Había muñecas y juguetes musicales, cubos, costureros, un traje de indio, un telar, y tuvo la impresión de que, en efecto, como había esperado, su llegada disipaba la melancolía reinante. Una vez abierta la mitad de los regalos, dio un albornoz a la patrona y subió a su cuarto a examinar las cosas con que le había obsequiado.

Ahora bien, los hijos de la casera habían recibido tantos regalos antes de que llegase Charlie, que estaban confusos con aquella avalancha; la patrona guiada por una instintiva comprensión de la naturaleza de la caridad, les permitió abrir varios paquetes mientras Charlie estuvo en la habitación, pero luego se interpuso entre los niños y los objetos que quedaban sin abrir.

- Eh, chicos, ya tenéis bastante -dijo-. Ya habéis recibido vuestros regalos. Mirad todas las cosas que os han dado. Fijaos, ni siquiera habéis tenido tiempo de jugar con la mitad. Mary Anne, ni has mirado esa muñeca que te dio el Cuerpo de Bomberos. Sería una hermosa acción coger todo esto que sobra y llevarlo a esa pobre gente de Hudson Street: a los Deckkers. No habrán tenido regalos.

Un aura beatífica iluminó la cara de la casera cuando advirtió que podía dar, podía ser heraldo de alegría, mano salvadora en un caso de mayor necesidad que el suyo, y, al igual que mistress DePaul y mistress Weston, al igual que el mismo Charlie y mistress Deckker, que a su vez había de pensar posteriormente en los pobres Shannon, se dejó invadir primero por el amor, luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder.
-Vamos niños, ayudadme a recoger todo esto. De prisa, vamos, de prisa -dijo, porque ya había oscurecido y sabía que estamos obligados mutuamente a una benevolencia dispendiosa un solo y único día, y que ese día concreto estaba casi a punto de acabar. Estaba cansada, pero no podía quedarse tranquila, no podía descansar.




FIN