02 octubre, 2019

O.Henry en los orígenes del relato norteamericano




O.Henry (1862-1910) es  uno de los padres del relato norteamericano (junto con E.A.Poe y Mark Twain, especialmente). Desde 1901 vivió en Nueva York y la ciudad y sus habitantes protagonizarían sus historias de esta etapa final y de madurez estilística. De su valoración en EE.UU. es significativo que el premio más importante  de relatos del país sea el  "O'Henry". Borges  le critica el empleo de una "fórmula" de finales sorprendentes, pero reconoce entre sus narraciones cortas  "más de una breve y patética obra maestra". 

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Nueva York hacia 1906 (ampliar), primitivos rascacielos,en la Isla de Ellis,  puentes  y barrios


UNA HISTORIA FINAL

Ya no nos lamentamos ni nos cubrimos la cabeza de ceniza cuando se menciona el fuego de Tofet. Hasta los predicadores han empezado a decirnos que Dios es radio o éter o algún compuesto científico y que lo peor que podemos esperar los malvados es una reacción química. Se trata de una hipótesis agradable; aunque subsista todavía parte del considerable y viejo terror de la ortodoxia
Sólo hay dos temas sobre los que podemos disertar dejando libre la imaginación y sin posibilidad de que nos contradigan. Podemos hablar de nuestros sueños; y podemos contar lo que hemos oído decir a un loro. Tanto Morfeo como el ave carecen de capacidad de testificar, y el que escucha no se atreve a contradecir tu recitado. Así que será la estructura sin base de una visión la que me aportará el tema -elegido, con mis disculpas y pesares-, en lugar del campo más limitado de la cháchara de Pretty y Polly.
Tuve un sueño que distaba mucho de la crítica excelsa y que se relaciona con la teoría del antiguo, respetado y lamentado tribunal.
Gabriel había tocado la trompeta y a los que íbamos a compadecer en juicio se nos convocó para interrogarnos. Me fije en un grupo de fiadores profesionales vestidos de negro solemne y con cuellos de los que se abonan atrás; pero parecía haber algún problema con sus títulos de bienes raíces; y no parecía que nos fuesen a sacar a ninguno.
Un poli volador (un policía ángel) se me acercó y me cogió del ala izquierda. Muy cerca de allí había un grupo de espíritus de muy próspero aspecto que iba a compadecer en juicio.
-¿Eres tú de ese grupo? -preguntó el policía.
-¿Quiénes son? -fue mi respuesta.
-Bueno -dijo él-, son...
Pero estas tonterías irrelevantes están ocupando el espacio que debe ocupar el relato.

Dulcie trabajaba en un gran almacén. Vendía brocados, o pimientos rellenos, o automóviles u otras baratijas de las que tienen en los grandes almacenes. De lo que ganaba, Dulcie recibía seis dólares a la semana. El resto se ponía en su haber y en el debe de otro en el libro mayor que llevaba D...Ah, la energía primordial, decís, Reverendo Doctor...Bueno, entonces en el libro mayor de Energía Primordial.

El primer año que trabajó en el almacén, Dulcie cobraba cinco dólares a la semana. Sería instructivo saber cómo vivía con esa cantidad. ¿No importa? Muy bien; probablemente os interesan las cantidades mayores. Seis dólares es una cantidad mayor. Os diré cómo vivía con seis dólares a la semana.
Una tarde a las seis, cuando Dulcie se clavaba el alfiler del sombrero a tres milímetros del bulbo raquídeo, le dijo a su compañera Sadie, la chica que siempre está dispuesta a escuchar tus problemas:
-Sabes, Sadie, he quedado para cenar esta noche con Porky.
-¡No me digas! -exclamó Sadie asombrada-. Vaya, ¿así que eres la afortunada? Porky es fenomenal; y siempre lleva a las chicas a sitios fenomenales. Una noche llevó a Blanche a la Hoffman House, donde tienen una música fenomenal y ves a un montón de gente fenomenal. Lo pasarás fenomenal Dulcie.
Dulcie corrió a casa. Le brillaban los ojos y sus mejillas mostraban ese suave tinte rosado del alborear de la vida, de la vida real.Era viernes y le quedaban cincuenta centavos de su salario de la última semana.
Las multitudes de la hora punta llenaban las calles. Las luces eléctricas de Broadway estaban encendidas -y atraían a las mariposas nocturnas de kilómetros, de leguas, de cientos de leguas de la oscuridad circundante a asistir a la escuela de la chamusquina-. Individuos de indumentaria perfecta y rostros como los cincelados en huesos de cerezas por los lobos de mar en las residencias de viejos marineros se volvían a mirar a Dulcie que pasaba corriendo a su lado, indiferente. Manhattan empezaba a abrir, como la pitahaya, sus blanquísimos pétalos de aroma intenso.

Dulcie se paró en una tienda de artículos baratos y compró con sus cincuenta centavos un cuello de encaje de imitación. Aquel dinero tenía que haberse gastado de otra forma: quince centavos en la cena, diez para el desayuno, diez para la comida. Tenía que añadir otra moneda de diez centavos a su pequeña provisión de ahorros; y otros cinco centavos eran para despilfarros en pastillas de regaliz, de esas que hacen que parece que tienes un flemón y que duran casi tanto como un dolor de muelas. El regaliz era un derroche -casi excesivo- , pero ¿qué es la vida sin placeres?

Dulcie vivía en una habitación amueblada. No es lo mismo una habitación amueblada que una pensión. La diferencia consiste en que en una habitación amueblada los demás no saben cuando pasas hambre.
Dulcie subió a su habitación: el cuarto trasero de la tercera planta de un bloque de piedra arenisca del West Side. Encendió el gas.Los científicos nos dicen que el diamante es la sustancia más dura conocida. Se equivocan. Las caseras conocen un compuesto mucho más duro. comparado con él, el diamante es como masilla. Lo meten en los orificios de los quemadores de gas; y ya puedes subirte a una silla y hurgar en él en vano hasta magullarte los dedos. Una horquilla de pelo no servirá de nada; por consiguiente, digamos que es inamovible.

Así que Dulcie encendió el gas. Examinaremos la habitación a su luz de un cuarto de bujía.
Cama turca, tocador,mesa, lavabo, silla -de todo eso era culpable la casera-. El resto era de Dulcie. En el tocador estaban sus tesoros: un jarrón de porcelana dorado que le había regalado Sadie, un calendario obsequio de una fábrica de encurtidos, un libro sobre la adivinación de los sueños, polvos de arroz en un platillo de cristal y un racimo de cerezas artificiales atadas con una cinta rosa.

Sobre el espejo rayado había retratos del general Kitchener, de William Muldoon, de la duquesa de Marlborough y de Bevenuto Cellini. En una pared había una escayola de un O'Callahan con yelmo romano. Al lado de él había una oleografía de un niño amarillo limón acometiendo a una mariposa inflamatoria. Este era el firma criterio artístico de Dulcie; pero nunca había sido discutido. Nunca habían perturbado su reposo murmuraciones sobre capas robadas; ningún crítico había enarcado las cejas al ver a su entomólogo infantil.

Porky iría a buscarla a las siete. Miremos con discreción hacia otro lado y cotillemos mientras ella se arregla a toda prisa.
Dulcie pagaba dos dólares a la semana por la habitación. El desayuno le costaba diez centavos los días laborables; preparaba café y un huevo en el quemador de gas mientras se vestía. Los domingos por la mañana disfrutaba de un banquete regio en el restaurante Billy: escalopes de ternera con buñuelos de piña por veinticinco centavos (más diez que daba de propina a la camarera). Nueva York ofrece muchas tentaciones de despilfarro. Almorzaba en el restaurante del almacén por sesenta centavos a la semana. Las cenas le costaban un dólar y cinco centavos. Los periódicos de la tarde -¡mostradme a un neoyorquino que se prive del diario!-suponían diez centavos; y los dos periódicos dominicales -uno por la sección de anuncios y el otro para leerlo- eran diez más. el total ascendía a 4,76 dólares. Y hay que comprar ropa y...

Lo dejo ahí. Oigo hablar de asombrosas gangas de telas y de los milagros que se hacen con hilo y aguja; pero lo dudo. En vano espero con la pluma dispuesta, pues habría que añadir a la vida de Dulcie algunas de las alegrías que corresponden a las mujeres en virtud de todas las normas no escritas, sagradas, naturales, inactivas de la justicia celestial. Había estado dos veces en Coney Island y había subido a los caballitos. Es desalentador contar tus placeres por veranos en lugar de contarlos por horas.

Porky solo requiere una palabra. Cuando las chicas le pusieron ese apodo se arrojó un estigma inmerecido sobre la noble familia porcina. Era gordo; tenía alma de rata, costumbres de vampiro y la magnanimidad de un gato. Usaba trajes muy caros; y era un experto en hambre. Miraba a una dependienta y sabía exactamente el tiempo transcurrido desde que la joven había comido algo más nutritivo que caramelos de malvavisco y té. Rondaba por los barrios comerciales y merodeaba por los grandes almacenes con sus invitaciones a cenar. Los hombres que pasean a los perros por las calles al extremo de una correa le miran por encima del hombro. Es un prototipo. No puedo extenderme más sobre el individuo; mi pluma no está hecha par él; no soy carpintero.

A las siete menos diez, Dulcie ya estaba arreglada. Se miró al espejo rayado. La imagen era plenamente satisfactoria. El vestido azul oscuro  que le quedaba perfecto, sin una arruga, el sombrero con su elegante pluma negra, los guantes solo un poco sucios -todo lo cual representaba privaciones, incluso alimentos- eran muy apropiados.
Dulcie se olvidó por un momento de todo menos de lo guapa que estaba y que de la vida iba a alzar una esquina de su misterioso velo para que ella pudiera contemplar sus maravillas. Ningún caballero le había pedido nunca que saliera con él. Ahora iba a entrar por un breve instante en el esplendor y el espectáculo sublime. 
Las chicas decían que Porky era un "derrochador".
Sería una cena de gala, con música y señoras elegantes, y manjares que a las chicas se les desencajaban las mandíbulas intentando describirlos. Seguro que volvería a invitarla.
Había un traje azul de seda artificial en un escaparate que ella conocía...,ahorrando veinte centavos a la semana en vez de diez, en...,veamos...¡Oh, serían años!Pero había una tienda de segunda mano en la Séptima Avenida donde...
Alguien llamó a la puerta. Dulcie la abrió. La casera la miró con una sonrisa espuria, olfateando posibles rastros de gas robados para cocinar.
-Un caballero pregunta por usted -le dijo-.el señor Wiggins.
Por ese epíteto era conocido Porky por los desdichados que tenían que tomarle en serio.

Dulcie volvió al tocador para recoger el pañuelo;y se detuvo allí y se mordió con fuerza el labio inferior. al mirarse en el espejo había visto el país de la hadas y a sí misma, una princesa, que acaba de despertar de un largo sueño. Había olvidado a alguien que la estaba mirando con ojos tristes, bellos, severos: el único que podía aprobar o condenar lo que ella hacía. Alto, delgado, apuesto, con una expresión de afligido reproche en el rostro bello y melancólico, el general Kitchrner clavó sus ojos fascinantes en ella desde la foto de marco dorado del tocador.
Dulcie se volvió como una muñeca automática hacia la casera.
-Dígale que no puedo salir -musitó con voz apagada-. Dígale que estoy enferma o lo que sea.Dígale que no voy a salir.

Una vez cerrada y trancada la puerta, Dulcie se echó en la cama aplastando la pluma negra del sombrero y lloró durante unos diez minutos. El general Kitchener era su único amigo. Era su ideal de caballero galante. Parecía tener una pena secreta y su maravilloso bigote era un sueño, y a Dulcie le asustaba un poco la expresión severa aunque tierna de sus ojos. solía tener pequeñas fantasías de que él visitaría la casa alguna vez y preguntaría por ella, la espada tintineando al chocar con las botas altas. Incluso se había asomado a la ventana un día que un niño golpeaba la farola con una cadena. Pero era un disparate. Ella sabía de sobra que el general Kitchener estaba en el Japón combatiendo con su ejército a los turcos salvajes; y que nunca saldría de su marco dorado por ella. Aunque una mirada suya hubiera derrotado a Porky aquella noche. Sí, por aquella noche.
Cunado acabó de llorar, Dulcie, se levantó, se quitó su mejor vestido y se puso la vieja bata azul. No tenía ganas de cenar. Cantó dos versos de "Sammy". Luego se concentró en una manchita roja que tenía en un lado de la nariz. Tras ocuparse de eso un rato, acercó una silla a la desvencijada mesa y se echó las cartas con una vieja baraja.
-¡Qué horror, que sinvergüenza! -dijo en voz alta-.¡Yo nunca le dirigí la palabra ni una mirada que le hiciera pensar eso!
A las nueve en punto Dulcie sacó una lata de galletas y un tarrito de mermelada de frambuesa del baúl y se preparó un banquete. Ofreció al general Kitchener una galleta untada de mermelada, pero él se limitó a mirarla como miraría la Esfinge a una mariposa, si hubiera mariposas en el desierto.
-No comas si no te apetece -dijo Dulcie-. Y no te des tantos aires ni pongas esa cara de reproche. No creo que fueras tan arrogante y tan altivo si tuvieses que arreglártelas con seis dólares a la semana.

No era buena señal que Dulcie fuese brusca con el general Kitchener. Y luego puso bocabajo a Benvenuto Cellini con un gesto severo. Claro que eso no era imperdonable, porque ella siempre había creído que era Enrique VIII, al que no aprobaba. A las nueve y media, Dulcie echó una última ojeada alas imágenes del tocador, apagó la luz y se metió en la cama. Es una cosa tremenda acostarse con una mirada de buenas noches al general Kitchener, a William Mulddon, a la duquesa de Marlborough y a Benvenuto Cellini.

Esta historia no va a ninguna parte. el resto llega más tarde: cuando Porky invita otra vez a Dulcie a cenar y ella se siente más sola y más triste de lo habitual y el general Kitchener está casualmente mirando a otra parte; y entonces...

Como dije antes, soñé que estaba esperando cerca de un grupo de ángeles de próspero aspecto y un policía me cogió del ala y me preguntó si era uno de ellos.
-¿Quiénes son? -pregunté.
-Bueno -dijo él-, son hombres que empleaban a trabajadoras y les pagaban cinco o seis dólares a la semana.¿Eres tú de ese grupo?
-Jamás de los jamases haría yo algo así -le contesté-. Yo solo soy el tipo que prendió fuego a un orfanato y mató a un ciego para robarle monedas. 

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O.HenryHistorias de Nueva York, Nordicalibros

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